Tras varias décadas en las cuales la imagen que se difundía del movimiento ecologista era la de una banda de agoreros que aspiraban a hacer retroceder el progreso de la humanidad al Neolítico, de repente el ecologismo comienza no solo a ser una cuestión casi de estado, si no que en algunos países de Europa centra buena parte del debate político y social. En este camino, es difícil entender como se ha dado la transición entre estas dos situaciones en tan poco tiempo, pero el denominador común pasa por la conversión de un problema colectivo y planetario a una especie de opción individual, en la que la reversión del cambio climático depende de acciones individuales, con especial acento en las que tienen que ver con los patrones de consumo. Indudablemente, las acciones individuales a escala masiva tienen efecto, pero en cuanto a la emisión de CO2 y otros gases de efecto invernadero el margen de estas acciones es, como podemos observar en esta tabla, ínfimo:
Al mismo tiempo. , las opciones políticas catalogadas como “verdes” avanzan con fuerza en los países con mayor responsabilidad histórica en la crisis de vertidos (valga como ejemplo el ascenso electoral generalizado de los miembros de los Verdes europeos en los distintos países de la UE). Pero si revisamos los programas políticos de estos Partidos, lo más que vamos a encontrar son propuestas generalistas de reducción del empleo de combustibles fósiles, promoción de usos agrícolas ecológicos y una mayor promoción del transporte público.
Esto, siendo un avance, no entra en contradicción en ningún momento con el modo de producción que ha llevado al planeta a una situación cercana al colapso ecológico: el capitalismo.
Que el paradigma del activismo ecologista se haya dulcificado y se haya hecho no solo asumible, sino promovido por los principales poderes institucionales, multinacionales y medios de comunicación está estrechamente relacionado con haberse ido despojando del carácter anticapitalista. Asistimos al crecimiento político de un “capitalismo verde” que se caracteriza principalmente por reducir la lucha ecologista a una serie de acciones individuales (circunscritas principalmente al modo de consumo, con una promoción de todo producto que tenga un sello “eco” “bio” o similares) que no solo son perfectamente compatibles con el modelo de producción actual (cuyas necesidades en cuanto al consumo de recursos son infinitas) sino que genera un nuevo nicho comercial y económico de productos “ecológicos”. Lo ridículo de este modelo de ecologismo es que llega hasta la parodia de la lucha en defensa del medio ambiente (como ejemplo, un coco proveniente de Costa de Marfil y envasado doblemente en plásticos se vende en Alcampo como “coco ecológico” certificado por la Unión Europea).
Sin embargo, esto permite la domesticación de la lucha ecologista, en la línea lampedusiana de que todo cambie para que todo siga igual. Es decir, que se modifique qué y cómo consume cada individuo para que el modelo consumista y el modo de producción capitalista se mantenga intacto. Por eso el activista ecologista ya no es un señor mayor con apariencia de profeta que brama contra todos los males de la industria y la producción energética, sino una joven escandinava modélica a la que se invita a intervenir en la Cumbre del Clima de Naciones Unidas, el Foro de Davos y a la que se nomina para el Premio Nobel de la Paz.
Como hemos abordado antes, solo una transformación radical del modelo de producción de energía, de desarrollo industrial y de los usos de la tierra, pero especialmente, de la planificación económica y de los recursos naturales puede revertir la actual situación. Y esto está estrechamente relacionado con la actual fase del capitalismo depredador de recursos naturales: el imperialismo.
En este mapa podemos observar la emisión anual de CO2 por los distintos estados:
Y en este otro la emisión de CO2 por persona en cada estado:
El primer mapa pone de manifiesto la especial responsabilidad que tienen los principales polos imperialistas (EE.UU. China, Rusia y la UE) y en su medida también las denominadas economías emergentes, que son estados muy poblados como Brasil, India, México o Indonesia en la actual crisis de vertidos. Pero el segundo mapa, y concretamente, la desigual emisión de gases de efecto invernadero en países con niveles de renta similares, evidencia que son las condiciones materiales de la producción, el modelo de explotación de los recursos naturales y no las opciones individuales de cada cual. La crisis de vertidos en todos sus aspectos (colapso de los acuíferos, polución de la atmósfera, contaminación y desertificación de la tierra etc) opera en magnitudes abismalmente grandes, que dependen de la producción masiva de energía a base de la quema de combustibles fósiles, de modelos de transporte ineficientes en las grandes concentraciones urbanas, de la producción industrial y de la sobreexplotación de la tierra. Y aunque siempre se puedan reducir las emisiones de forma personal (emplear medios de transporte colectivos y eficientes, reducir el consumo de materias primas provenientes de la sobreexplotación de la tierra y el agua, desperdiciar menos recursos y reaprovechar otros etc.), que 1, 1.000 o 100 millones de personas sigan un modo alternativo de vida de forma individual (por muy eco-friendly que sea y mucho sello verde que lleve) seguiremos estando abocados al colapso ecológico.
Por lo tanto, ante la actual efervescencia de opciones políticas, discursos sociales y propuestas ecologistas debemos, si verdaderamente queremos evitar el colapso ecológico hacerle a cada una de estas la prueba del algodón: ¿Esta propuesta o programa pasa por acabar con el modo de producción capitalista?. Sí la respuesta es no, la podemos dejar en el rincón de los planteamientos políticos que de una u otra forma abogan simplemente por un cambio cosmético, por una pequeña reforma. El único ecologismo transformador es y debe ser, radicalmente anticapitalista y con perspectiva mundial en cuanto a la distribución de recursos.