La incidencia y prevalencia de trastornos mentales como la ansiedad y la depresión (en la que nos centraremos en este texto) también han aumentado progresivamente. Este aumento es especialmente notable entre la clase obrera, más aún entre las mujeres. La explicación de estos aumentos es compleja y podría ocupar varios artículos. Destacan los factores ya comentados de clase y género, pero en este texto trataremos otras causas, menos evidentes pero de excepcional importancia. Para entenderlas es preciso llegar al núcleo de la psiquiatría.
La causa inmediatamente anterior al consumo de antidepresivos es el diagnóstico de un trastorno para el que están indicados, como la depresión. Pero, ¿cómo se diagnostica?
Diagnóstico
A diferencia de la neumonía, diagnosticada mediante signos, síntomas y una radiografía, la depresión no puede detectarse mediante pruebas ni signos objetivos. Su diagnóstico se basa en evaluar si los síntomas, por definición subjetivos, cumplen una serie de criterios definidos en las clasificaciones de salud mental, como el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders) de la asociación estadounidense de psiquiatría (APA).
Esta falta de objetividad sobre el concepto de trastorno mental provoca que los límites entre salud y enfermedad sean difíciles de definir, variables y ampliables. Una misma conducta, a lo largo de la historia o en culturas diferentes, puede ser definida como normal o patológica. En la definición de esta frontera influyen criterios estadísticos, subjetivos, biológicos y sociopolíticos. Este cuarto criterio lo debemos tener especialmente en cuenta para aplicar un análisis de clase. El concepto de enfermedad (de forma similar a la legalidad o la moral) está influido por las necesidades y valores de la clase dominante. Lo patológico es una construcción sociopolítica específica de una cultura y un período histórico que aporta a la psiquiatría su objeto de estudio y tratamiento. La psiquiatría, a continuación, investiga para justificar científicamente un concepto de enfermedad ya definido. Esto no implica cuestionar la existencia de los trastornos mentales ni el sufrimiento que conllevan, sino que estudia su conceptualización, la forma en que cada sociedad entiende, define y etiqueta este dolor.
En su evolución más reciente, las clasificaciones de salud mental han ido aumentando el número de trastornos existentes. A su vez, se han ido ampliando cada vez más los diagnósticos mediante subcategorías y criterios cada vez más laxos. En otras palabras, cada vez es más fácil que el ánimo decaído derivado de una situación complicada como un trabajo precario, la pérdida de un familiar o simplemente una mala época encaje dentro de estas categorías y se diagnostique y trate como trastorno. ¿Y qué es para el DSM un trastorno mental?
Modelo biomédico
Un paradigma es la metáfora que media entre la realidad objetiva y los términos técnicos con los que se intenta construir una teoría científica. Es la perspectiva o enfoque con el que se aborda el objeto de estudio. En la evolución de la psiquiatría han existido (y aún coexisten) multitud de paradigmas, no todos igual de científicos: psicoanalítico, conductista, cognitivo o biomédico. Este último es el hegemónico desde hace décadas, y no por casualidad.
El modelo biomédico concibe los trastornos mentales como una enfermedad biológica. La depresión se explica como un desequilibrio de los neurotransmisores cerebrales (serotonina, noradrenalina y dopamina), debido a una predisposición genética y defectos en la función y estructura cerebral. La influencia del ambiente, de las vivencias o de las condiciones de vida queda en segundo plano. La única forma de solucionar esta enfermedad es modificar la función cerebral corrigiendo el desequilibrio químico mediante los antidepresivos.
Esta hipótesis toma fuerza en los años 50 tras el descubrimiento fortuito de dichos fármacos. El interés de la psiquiatría en aumentar su rango científico propició la adopción y promoción del paradigma biomédico, modelo que la asemeja al resto de la medicina. En este contexto se reeditó la tercera edición del DSM en 1980.
El DSM-III de la APA constituyó una defensa fundamental del modelo biomédico y se desarrolló para justificar el uso de psicofármacos. También, al aumentar los diagnósticos y establecer un vínculo inexistente hasta entonces entre la depresión y la tristeza cotidiana, justificó el uso indiscriminado de estas sustancias. Muchos de los cambios de esta nueva edición y las posteriores no se justificaron científicamente. La industria farmacéutica no tardó en vislumbrar una oportunidad de negocio inigualable y comenzó a financiar a la APA y a promocionar el modelo biomédico y la investigación de nuevos fármacos. No es casualidad que los diagnósticos aumentaran exponencialmente coincidiendo con la aparición del famoso Prozac en los 80.
Varias décadas después de su auge, la insuficiencia del modelo biomédico es evidente. Todavía no se ha encontrado un biomarcador fiable de la depresión. No se ha podido demostrar el desequilibrio químico cerebral, tampoco que los antidepresivos lo corrijan. Pese al aumento de psicofármacos cada vez más eficaces, los trastornos mentales aumentan y se cronifican. Se ha visto, además, que esta concepción de la salud mental estigmatiza aún más a los pacientes. Con todo, este modelo sigue siendo hegemónico. Pero no solo domina como paradigma científico, sino que ejerce una enorme influencia ideológica ligado al neoliberalismo.
Psiquiatría e ideología
El modelo biomédico no solo ha dominado como paradigma en el mundo científico. Si la causa de la depresión se encuentra en la biología de cada uno, el problema no está en la explotación, la opresión patriarcal o la precariedad. El trastorno anímico es responsabilidad exclusiva de quien lo sufre. Al extenderse esta concepción de la salud mental, el remedio universal resulta evidente: si trastorno es químico, solo curará con psicofármacos. Este remedio universal, junto al aumento de diagnósticos y la laxitud de los criterios, permite medicalizar las desgracias cotidianas de la vida (duelo, rupturas, etc.), antes superadas con tiempo y apoyo. Las estrategias comunitarias tradicionales de lidiar con el descontento como la familia, los amigos o la actividad política pierden su sentido. Al fin y al cabo, con los antidepresivos puede encontrarse la felicidad –o, por lo menos, evitarse la tristeza- como individuo aislado.
Pero no debemos olvidar que el dolor –el dolor psíquico, la miseria, la infelicidad- tiene potenciales funciones políticas. El dolor que emana de las inhumanas relaciones sociales capitalistas es el germen de las denominadas «condiciones subjetivas», necesarias (aunque no suficientes) para la revolución. El dolor ha servido históricamente para fijar límites a los abusos de la clase dominante cuando estos llegaban a ser intolerables. El capitalismo, a través de la psiquiatría, disuelve eficazmente sus contradicciones etiquetando a quien no se ajusta como enfermo mental. A su vez, distribuye anestésicos en forma de psicofármacos que evitan que el dolor llegue a ser políticamente inaguantable. La medicina identifica y trata como enfermos a quienes padecen el sufrimiento inherente al sistema capitalista.
Tareas pendientes
Este artículo podría resumirse con la célebre frase de Marx acerca de que «las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época». Esta ideología dominante permea todas las esferas de una sociedad en cada período histórico. De esta hegemonía bebe también la ciencia, aunque se presente como un ente neutral y absolutamente independiente de la estructura económica y el desarrollo político. El caso de la psiquiatría aquí presentado es un buen ejemplo de ello. El neoliberalismo ha influido en ella de manera fundamental en la promoción, difusión y aceptación del paradigma biomédico. Este modelo, muy afín a los principios neoliberales, funciona también como propaganda: sus conceptos facilitan que la obrera acepte su diagnóstico de enferma, su etiología individual y la solución farmacológica propuesta. Las contradicciones del sistema, su incompatibilidad con la vida y sus injusticias estructurales quedan fuera de foco: tu depresión es culpa tuya.
El estudio crítico de la psiquiatría nos permitirá, por un lado, reivindicar un sistema público de salud mental de la mejor calidad: una ampliación de la oferta de terapia psicológica como mejor alternativa a los antidepresivos, un uso adecuado y justificado de los psicofármacos cuando sea necesario, unos sistemas diagnósticos científicos y rigurosos que no conciban y traten como enfermedad cualquier muestra de tristeza cotidiana y una investigación más centrada en la influencia del ambiente en la salud mental. Igualmente, con esta perspectiva podremos seguir la senda que lleve a erradicar la estigmatización que sufren muchos de los pacientes.
Pero, sobre todo, debemos estudiar y analizar con precisión la evolución histórica de la psiquiatría, las características de sus paradigmas científicos y su papel actual en el neoliberalismo. Los resultados de este análisis pueden aportar una perspectiva enriquecedora en el estudio de la sociedad y de la ideología dominante.
A lo largo de la historia, las revoluciones se han producido cuando el dolor ha llegado a un punto límite y este dolor se ha podido organizar y dirigir colectivamente contra la clase dominante. Debemos centrarnos en el trabajo ideológico para que no se conciba la biología individual como la culpable de la miseria sino que la responsabilidad del dolor recaiga sobre su verdadero autor: el capitalismo. Es el dolor en que vive la clase obrera bajo el capitalismo, asociado al conocimiento de su causa, lo que constituye la conciencia de clase y motiva la organización y la acción política. Debemos avanzar más allá de eslóganes simplones para transformar los cada vez más universales y cotidianos «trastornos mentales» en un grito común contra el sistema, señalando las alternativas y las enormes potencialidades de la organización colectiva. Dolor, tristeza, miseria, infelicidad y descontento tenemos de sobra; es preciso dotarlos de contenido político y lanzarnos a la ofensiva.
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