Es cierto, y no se puede negar, que el protagonista sufre un trastorno pero, al igual que en la vida real, esa enfermedad mental no es la causa de la creación del Joker. ¿Qué podría pasar si nuestro personaje viviera en una sociedad que no lo abandonara a su suerte? ¿Qué ocurriría si los servicios sanitarios fueran suficientes? ¿Qué pasaría si no estuviera guiado por metas irrealizables en un sistema económico e ideológico competitivo? Posiblemente que la historia nunca hubiera sido la misma.
En España, tal y como se comentaba en esta misma revista[1], el consumo de antidepresivos aumentó un 250% entre 1985 y 1994, otro 200% entre 2000 y 2013 y ha seguido con su ascenso entre 2013 y 2016. No es casualidad que este aumento se dé justamente con una crisis mediante. Tampoco es casualidad que este aumente se dé justamente en entornos obreros, entornos perjudicados por esas crisis. Como tampoco es casualidad que durante esas crisis y justamente en esos mismos entornos, los recortes sanitarios y de atención primaria hayan sido los más duros.
Por ejemplo, mientras en el año 1985 el 80,49% del gasto total en Sanidad era para Sanidad Pública, en 1995 nos encontramos con un 72,04%[2]. Huelga hablar de la última crisis económica sufrida en 2008 con recortes que hemos sufrido y padecido y que todavía siguen vigentes: en España tenemos 4 profesionales de psicología clínica por cada 100.000 habitantes mientras la media de la Unión Europea se encuentra en 18.[3]
Cabe hablar por supuesto de que muchas de estas enfermedades mentales tienen que ver con un proceso de frustración generado entre expectativas y realidad. Víctimas de una contradicción que genera una sociedad construida ideológicamente por el neoliberalismo: felicidad crónica, buena apariencia y necesidad de pisar al resto.
Esa es la misma realidad que se nos muestra en Joker: su frustración ante el mundo. Su frustración por no sentirse feliz, por no ser aceptado como un enfermo, su frustración por vivir en piso que se cae a trozos junto a su madre (también abandonada a su suerte) y su frustración por no conseguir su meta de ser un gran cómico. Como antagonistas: los ricos, personificados en Thomas Wayne (candidato a alcalde de Gotham y padre del futuro Batman). Un cóctel molotov que explota conforme avanza la historia del personaje.
Por si todo esto fuera poco, el filme acaba con una profunda crítica al maniqueísmo de las sociedades burguesas. Una contradicción entre dos escenas: la del inicio y la del final. Mientras durante los primeros minutos se nos muestra la cruel vida en la que Arthur vive siendo violentado por jóvenes ricachones y por su jefe, el final se llena de disturbios y caos. Dos tipos de violencias que a los ojos del personaje (y también del espectador) son vistos de forma diferente, obligando a reflexionar sobre si realmente el Joker es el villano histórico o una consecuencia inevitable de un mundo que nos aísla y nos maltrata.
‘’¿Qué es lo que obtienes cuando te cruzas con un solitario enfermo mental en una sociedad que lo abandona y lo trata como basura?’’ es la pregunta retórica final de Arthur Fleck, pero quizá deberíamos preguntarnos qué puede ocurrir si siguen tratando a toda una generación y a toda una clase como basura. La juventud trabajadora, por principios y por intereses, debe a partir de ahora volcarse en ser menos Batman y más Joker. Declarémosle de una vez la guerra a los ricos.