El brutal asesinato racista de George Floyd en Minneapolis está provocando una gran ola de indignación en Estados Unidos, y que ha comenzado a extenderse por todo el mundo. Ha habido muchos George Floyd antes. Y no solamente en Estados Unidos. A diario, el racismo, como toda discriminación social, es usado para justificar la represión, la explotación e incluso asesinatos como el de Floyd.
Es innegable que este caso ha actuado como catalizador ante una realidad latente que millones de personas habían sufrido anteriormente. Tan innegable como que existe un intento interesado en reducir el estallido social a meras protestas por el caso de George Floyd y contra la excentricidad de Donald Trump.
La reducción de lo que está pasando en Estados Unidos a una respuesta por este caso concreto obvia todos los elementos estructurales que subyacen. En primer lugar, obvia el papel clave que ha jugado y juega la discriminación racial en Estados Unidos. El desarrollo de Estados Unidos como potencia imperialista ha tenido un elemento fundamental que se ha mantenido desde los tiempos de la esclavitud: la discriminación racial. El racismo ha sido un arma completamente funcional para la clase dominante estadounidense, por un lado, para excusar la explotación de las personas negras (entre otras) en el desarrollo del capitalismo en Estados Unidos; por otro lado, para justificar en la fase superior imperialista la expansión de los intereses de los monopolios estadounidenses.
Es decir, la discriminación racial, como todas las discriminaciones sociales, es una herramienta utilizada por las clases dominantes, no solamente para dividir a la clase trabajadora y enfrentarla entre sí, sino que también tienen un componente económico y de clase fundamental para justificar la explotación y la precarización en base a criterios racistas. Estados Unidos ha sido y es uno de los mayores ejemplos de la discriminación racial, tanto en los aspectos de segregación y odio, como especialmente en los económicos.
Las grotescas desigualdades que ha promovido la clase dominante estadounidense le han garantizado incrementar sus beneficios durante todos estos años. Ahora bien, han construído su riqueza a costa de generar el germen que acabará con ella. Ya decía Marx que «la burguesía produce, ante todo, sus propios sepultureros».
En los últimos años hemos asistido a un tímido despertar de cierta conciencia entre la población estadounidense. Las protestas contra las desigualdades de género y las agresiones machistas, las movilizaciones contra el cambio climático y el papel de los monopolios en él, o las protestas antirracistas son algunos ejemplos. Algunas encuestas apuntan incluso hacia un cambio de tendencia en torno a la percepción del «socialismo» (hasta la fecha, visto como un gran insulto) entre las nuevas generaciones, con una mayor aceptación entre las mismas. La barbarie comenzaba a generar indignación en la mayor potencia imperialista, en el país anticomunista por antonomasia.
Obviamente, no podemos caer en el error de creer que esto constituía per se un escenario prerrevolucionario, ni que la transformación social fuera inminente. Pero es imprescindible entender que otra de las claves de estas masivas movilizaciones espontáneas es que no han nacido de la nada, sino que han estallado al calor de la opresión y de ese tímido despertar de la conciencia y de la indignación entre el pueblo estadounidense. El asesinato de George Floyd ha sido una de esas tragedias que llevan al pueblo a levantarse para rechazar las miserias cotidianas que tampoco nos dejan respirar.
La siguiente clave es el papel de nuestras camaradas estadounidenses, de los sectores más avanzados ideológicamente, de aquellos y aquellas que tienen claro que ante el asesinato de George Floyd y la discriminación racial la única salida es la superación del sistema que produce estas desigualdades. Al igual que será clave el papel de estos sectores en otros puntos del mundo donde la conciencia antirracista está despertando como consecuencia de esta lucha. Porque, lamentablemente, el racismo no es un elemento exclusivo de los Estados Unidos. La desigualdad, la discriminación, la opresión, la explotación… son elementos consustanciales a este sistema en el que vivimos. En manos de quienes tenemos conciencia del problema estructural que se encuentra tras el racismo y todas las desigualdades está convertir la indignación en potencial transformador.
Las clases dominantes son plenamente conscientes de ello. No solo la de Estados Unidos, sino todas sus aliadas otanistas. Por ello, no es de extrañar la gran campaña ideológica que están desarrollando para evitar que las protestas adquieran cualquier potencial transformador. No pueden permitirse que la gran fuerza imperialista caiga. No pueden permitirse que la clase trabajadora mundial vea que incluso la mayor potencia puede derrotarse mediante la movilización popular y la lucha. Esta es una de las grandes claves.
No es casual que los aparatos ideológicos de las clases dominantes estén idealizando algunas protestas ante el asesinato de George Floyd mientras que demonizan otras. Las muestras de solidaridad de grandes empresas y de personas con gran reconocimiento han sido recibidos como «grandes gestos de solidaridad». Las denuncias simbólicas y superficiales han sido más que aplaudidas, y se han presentado como ejemplo en contraposición con «los salvajes manifestantes».
Tampoco son casuales los intentos de presentar el asesinato como un acontecimiento excepcional y un problema aislado. Han intentado reducir el problema a la actuación del policía o, en el mejor de los casos, al modelo policial de Estados Unidos. Han intentando culpar al Presidente Donald Trump y a sus excentricidades de haber alimentado esta situación. Ojalá Derek Chauvin y Donald Trump fuesen el único problema. Lamentablemente, ni cambiando el modelo policial, ni cambiando de presidente se solucionaría el problema de raíz.
En una declaración, Joe Biden, el candidato demócrata que se presenta como oponente a Donald Trump, afirmaba que existe una alternativa ante la policía que dispara a matar al detenido: disparar a la pierna. Esta es la única elección que nos dan las clases dominantes, no solamente en Estados Unidos, sino en todo el mundo.
Porque sabemos que hay muchos George Floyd en Estados Unidos y en todo el mundo. Porque sabemos que el culpable es este sistema que alimenta las desigualdades para enriquecerse de ellas. Porque sabemos que solamente superando este sistema imperialista acabaremos con la raíz del problema. Neguémonos a elegir entre que nos disparen en el corazón o en la pierna. Convirtamos las protestas en herramienta de transformación social. Hasta construir el mundo que hemos soñado y por el que hemos luchado.