El término «turismofobia» se ha asentado de forma reciente, aunque decidida, en nuestra sociedad y es como se ha denominado el rechazo social, y también político, hacia cierto tipo de turismo (que es, además, el dominante en España).
Este conflicto entre turismo y habitantes locales empezó a tomar relevancia mediática en el año 2017, cuando comenzaron a ser frecuentes en grandes ciudades, o zonas especialmente turísticas, la aparición de pintadas y la realización de actos de protesta más directos. Catalunya (con Barcelona como epicentro), Illes Balears y Euskadi fueron las comunidades en las que se situó el foco de la «turismofobia», que por entonces se mostraba como un fenómeno principalmente urbano, motivado por diversas cuestiones: la masificación turística, la precariedad que sufren las trabajadoras del sector o la «gentrificación» de los barrios y la subida del coste de la vivienda que conlleva.
El año 2020 está siendo marcado, de forma indudable, por la pandemia del COVID-19 y las restricciones de movilidad que ha supuesto, y el turismo, al igual que la mayoría de actividades económicas, se ha visto seriamente afectado. A pesar de que, una vez finalizado el Estado de alarma, la libre circulación entre comunidades autónomas se ha restituido, de la misma forma que se permite la llegada de turistas extranjeros, las pernoctaciones hoteleras cayeron un 73,4% en julio respecto al año 2019, según datos del INE. Además, se ha producido un trasvase de las zonas tradicionalmente más turísticas, como puede ser el Levante, hacia otros territorios menos masificados.
Asturies y Cantabria han liderado durante el mes de julio la ocupación hotelera en el país, impulsadas por una situación epidemiológica comparativamente mejor que el resto de comunidades (especialmente en el caso de Asturies) y por una oferta turística más enfocada, al menos en parte, hacia la naturaleza y el ámbito rural que resulta más atractiva, bajo la premisa de evitar contagios, que las masificaciones de los destinos más tradicionales. Sin embargo, se da la paradoja de que uno de los atractivos principales de este turismo, como es la búsqueda de un ambiente más tranquilo o con menos gente, se pierde en el momento en el que aumenta la demanda. Esta transformación, haya llegado para quedarse o no, conlleva no solo un deterioro de la propia calidad del turismo en sí, sino que también pone de manifiesto la extensión del conflicto turismo-población local al ámbito rural, acentuado por las diferencias culturales con el medio urbano del que provienen la gran mayoría de turistas.
Los riesgos del turismo de masas, fuera de todo control o planificación pública, son en parte compartidos para zonas urbanas y rurales, para destinos tradicionales de sol y playa y para el emergente turismo rural. La ya mencionada «gentrificación» supone, en diferentes grados, el vaciado social y cultural de una zona, pasando por el encarecimiento de la vivienda, pero, además, en el ámbito rural, y en el contexto de una pandemia, se dan diversas condiciones propias que pueden generar rechazo al turismo y que se entroncan tanto en el modelo de organización estatal como en el sistema capitalista en el que vivimos.
España es, a pesar de cierto grado de descentralización formal, un estado política y económicamente centralizado en Madrid. De esta manera, se aglutina en la capital el grueso de la administración estatal y se potencia a la vez una concentración de empresas, lo que supone un agravio comparativo para el resto del territorio, teniendo como consecuencia un trasvase de población, así como de recursos económicos, desde otras comunidades (ejemplo de esto es el fenómeno de la llamada «España vaciada»). Esta concentración de población en Madrid es la causa primera de los grandes flujos turísticos que, desde aquí, se producen hacia otras zonas durante la época estival.
Desde la entrada en la Unión Europea, el progresivo desmantelamiento de los sectores primario y secundario ha dado paso a un aumento del peso del turismo dentro de nuestra economía, hasta el punto de ser ya prácticamente la única actividad económica de muchas zonas. Esto provoca que la clase obrera pase a depender de un sector con una precariedad generalizada y marcado por la estacionalidad mientras que la administración pública se somete a los designios de una burguesía que prima sus intereses económicos frente a cualquier planificación racional del turismo.
La pandemia del COVID-19 fue ya causa, antes y después del confinamiento, de cierto rechazo social hacia los desplazamientos de habitantes de zonas más afectadas hacia otras en mejor situación por el riesgo sanitario que suponían. Este hecho, que aún se mantiene en parte, se hace más patente en zonas rurales, donde la llegada del turismo implica un aumento porcentual de población mucho mayor que en las ciudades y donde, también, la población está más envejecida y presenta mayor riesgo frente a la enfermedad.
El Estado español, además de centralizado política y económicamente, también acusa un centralismo (y urbanocentrismo) sociológico.
Las situaciones descritas son el caldo de cultivo para la generación de un turismo insostenible, difícil de asumir por los ecosistemas rurales y por la población local, ya que produce masificación de pueblos y de espacios naturales, tanto de costa como de montaña, mientras que apenas supone beneficios para estabilizar la economía y la vida local por el hecho de concentrarse en un período de tiempo muy corto y consumir unos servicios financiados por quienes viven en esos lugares todo el año.
A lo anterior se suma, como detonante, el choque que supone la llegada masiva de turistas, principalmente españoles, con el modo de vida de los pueblos. El Estado español, además de centralizado política y económicamente, también acusa un centralismo (y urbanocentrismo) sociológico; sirvan de ejemplo las medidas adoptadas por el Gobierno durante el confinamiento, no haciendo ninguna diferencia de criterio en todo el territorio, como si fuesen las mismas circunstancias las de una ciudad de 3 millones de habitantes que las de un pueblo con 200 personas, o, cuestión más concreta, permitiendo de forma explícita pasear a los perros durante el confinamiento, pero no haciendo ninguna mención a la actividad ganadera no profesional, mostrando un profundo desconocimiento de la realidad fuera de las ciudades.
La desconexión con el medio rural que sufren las ciudades, y buena parte del turismo que de ellas proviene, ha dado lugar este verano en Asturies a diversas noticias surrealistas, como rescates en zonas de montaña por acudir sin un mínimo equipamiento adecuado o adentrarse en coche por caminos no transitables, pero también interferencias con los animales domésticos por estar «abandonados» en el monte. Estos casos no pasan de ser anecdóticos, pero llevan detrás todos los inconvenientes que, para la población local, trae un turismo masificado e irresponsable en los pueblos (ocupación del espacio con los vehículos, cortando accesos y vías de paso e incluso entrando en fincas privadas, alteración de las actividades tradicionales, con quejas o denuncias por la existencia de animales, etc.) y es esto lo que provoca un rechazo que, en ocasiones, se materializa en expresiones como el bloqueo de rutas turísticas, tal y como ocurrió este mes de agosto en la Ruta del Alba, una de las más conocidas de Asturies y en la que aparecieron árboles cortados en varios puntos de la misma. A ello se añade el desconcierto que generan las imágenes, especialmente habituales este verano, de espacios naturales totalmente invadidos por el turismo.
Aunque la «turismofobia» no haya tomado relevancia política, al menos de momento, en el ámbito rural, el conflicto con el modelo turístico actual está presente. Es necesario transformar (y descentralizar), no sólo por lo referente al turismo, el Estado español hacia la integración de su realidad diversa y plurinacional, para romper con las dinámicas de subordinación centro-periferia, pero también para permitir el conocimiento del medio rural, que ocupa gran parte del territorio, y que deje de verse como un escenario vacío de contenido que llenar con turismo un par de meses al año.
Además, hay que tener presente que no cabe un turismo más ordenado dentro de un sistema capitalista que antepone los beneficios a las condiciones de vida de la clase trabajadora o al mantenimiento de los entornos naturales. Tampoco podemos asumir que la restricción del turismo pase por una elitización del mismo, con un coste que deje al margen al grueso de la clase obrera; sólo la planificación pública de un estado socialista puede ser capaz de mantener un sector turístico que no suponga la masificación de ninguna zona ni la precariedad de las trabajadoras, sin por ello tener que discriminar a nadie por disponer de menos recursos económicos.