Uno de los debates públicos de mayor calado, trillado hasta la saciedad por los poderes públicos, la prensa y las conversaciones de a pie es sin duda el colapso de la asistencia médica. Los servicios médicos territoriales y su infraestructura han visto como décadas de recortes y de infrafinanciación han dejado a hospitales (y centros de salud) enteros con números irrisorios de personal y medios físicos para la atención médica. Concretamente, se ha dado en tres cuestiones: camillas para UCIs (o camillas en general, en muchos casos), equipamiento médico especializado y atención primaria.
Las deficiencias estructurales del sistema de salud pública, atenuadas en tiempos pre-pandemia (con la artimaña- suprimir) de los contratos de externalización hacia la sanidad privada o con la contratación reducida de personal, han aflorado de manera salvaje ante la situación sanitaria que atraviesa todo el planeta, y en concreto España.
Esta pandemia ha generado una profunda crisis económica. Y dada la magnitud y la inmediatez de esta crisis, quizá una de las pocas vías de protección que a todos se nos vendrían a la cabeza serían las prestaciones del sistema público de seguridad social. Ingreso Mínimo Vital, los ERTEs, altas de pensiones, bajas por maternidad, incapacidad temporal por infección de COVID o cuarentena han pasado de ser pagos muy importantes (vitales en muchos casos) que constituían la columna vertebral de los ingresos de miles de familias a convertirse en la única vía de supervivencia para gran parte de la clase trabajadora ante un hundimiento evidente de la economía.
Sin embargo, otro factor ha imposibilitado que las ayudas del Estado lleguen a sus destinatarios: el colapso de las administraciones. En primer lugar, el sufrido por el INSS (Instituto Nacional de la Seguridad Social), que mantiene unos números de expedientes y tramitación sin resolver alarmantes: resolviendo unas 728.317 solicitudes de pensiones al año, sólo las de IMV (Ingreso Mínimo Vital) han supuesto casi un millón en los últimos 3 meses, habiéndose revisado 320.000 hasta la fecha. Los expedientes se siguen acumulando en unas oficinas administrativas que ya adolecían de problemas estructurales (reducidas las plantillas un 21% desde 2010 hasta situarse en los 24.000 trabajadores, con estimaciones de necesidad de más de 6.000 funcionarios de nuevo ingreso). Esto supone 43.477 trabajadores menos en apenas 10 años, suponiendo una pérdida aproximada de 12 empleados al día. La necesidad de rapidez de resolución choca a su vez con la realidad: el colapso puede extenderse a la TGSS (Tesorería General de la Seguridad Social), encargada de la reclamación de los pagos indebidos, lo cual provocaría no sólo que el instituto encargado de la concesión de ayudas se sature sino que también lo haga el organismo encargado del pago de las prestaciones.
Frente a esta situación, y lejos de aumentar las ofertas públicas de empleo, el Gobierno mantiene la política de reducción de trabajadores públicos. El Ministerio de Política territorial y Función Pública presentó un proyecto de oferta de empleo para la Administración General del Estado de cara a 2021 que reduce en un 37,6% el número de plazas en relación con la oferta de 2019, que también era claramente insuficiente. Tal es la situación que la Seguridad Social ha empezado a consultar a las Subdelegaciones de Gobierno para reclutar a personal interino de las bolsas de trabajo, llegando algunas provincias a agotarlos y tener que recurrir al Servicio Público de Empleo Estatal.
En medio de un modelo económico como el español, centrado en el sector servicios (esencialmente turismo y restauración), la pandemia ha supuesto no solo un freno a la economía sino un severo golpe a la clase obrera, sustento de los trabajos más precarizados de estos sectores. A los hogares sin ingresos se les suma toda una avalancha de trabajadores en ERTE por los cierres empresariales o de altas de pensionistas tras el número de fallecidos cuyo día a día se encuentra hipotecado por unas resoluciones que no llegan a ningún puerto. Esto nos sitúa en un abrumador 20,7% de personas en riesgo de pobreza y una tasa de pobreza absoluta del 23,8%.
El colapso se extiende no sólo a la Tesorería General de la Seguridad Social, sino también a la jurisdicción de lo social. Los expedientes, las reclamaciones y demás documentación solicitante denegada en trámite administrativo se suelen transformar en un 50% en demandas judiciales. Conocedores de los retrasos, la lentitud y la falta de medios de los juzgados esto supone una nueva sobrecarga, que da lugar a plazos absolutamente inasumibles en primera instancia, que mantienen en una situación crítica a miles de familias.
Al igual que con innumerables materias, este sería el momento de ser políticamente audaces; de dar un paso adelante y superar décadas de destrucción del sector público tanto prestacional como sanitario, educativo, etc. De poner en marcha la maquinaria legislativa y ejecutiva para dar una solución política a un problema que mantiene en un círculo agónico a las clases populares del país. Parece que no es esta vía la que ha seguido el Gobierno, en línea con la gestión llevada hasta la fecha.
El pasado día 19 de octubre se publicaba en numerosos medios la noticia de la adjudicación de un servicio de consultoría a Accenture, para llevar “trabajos de mantenimiento y desarrollo de la lucha contra el fraude en el ámbito de la Seguridad Social”. En concreto, y dada la relevancia del tema, en la detección de trabajadores en situación de fraude de ley contractual y encuadramiento en un régimen erróneo de la Seguridad Social, especialmente los denominados falsos autónomos. Frente a la necesidad de refuerzo del control y seguimiento empresarial a través de una mayor dotación a la ya maltrecha Inspección de Trabajo, desde Moncloa se prefiere el “fichaje estrella” a través de otro contrato de externalización para adjudicar una tarea de detección de fraude a la enésima empresa privada que encuentra en el colapso de la Administración Pública un nicho de mercado en ocasiones incluso de mayor interés que el posibilitado por la propia supresión del servicio público.
Por otra parte, en el Consejo de Ministros del pasado día 3 de noviembre se aprobaba una medida para crear una prestación de 430 euros por desempleo a aquellos trabajadores que hubiesen agotado las prestaciones por desempleo durante el primer Estado de Alarma. Esta reivindicación se sostuvo y se demandó por los principales actores sociales desde un acuerdo intersindical firmado hace meses, que finalmente se concreta en la mitad de la estimación original de los agentes sindicales, de 550.000 personas que hubiesen agotado dichas prestaciones hasta el 30 de septiembre. Solo cubrirá a 260.000 personas, que hayan agotado las prestaciones hasta el 30 de junio. Esta cifra es totalmente irreal si consideramos la situación actual de los trabajadores, afectando a un número muy reducido comparado con la demanda sindical inicial, además de llegar tarde. Siendo una medida provisional y paliativa, su tardía aplicación no conlleva ningún acuerdo supletorio ni medida adicional para el nuevo Estado de Alarma que acaba de comenzar, teniendo el remedio a la primera problemática recién comenzada la nueva situación de incertidumbre laboral.
Se podría pensar que todas estas cuestiones son achacables a problemas políticos; que la solución solo puede ser fruto de la voluntariedad del Ejecutivo, que el sistema de coberturas de la “Paz Social” diseñado por la socialdemocracia no ha tocado a su fin, y aún es posible realizar una gesta de salvación de esa jungla administrativa que se denomina como “lo público”.
Frente a los mantras institucionales, interpongamos dos cuestiones: la finitud, caducidad y temporalidad del sistema de coberturas del Estado como una herramienta más del sistema capitalista (creada bajo una correlación de fuerzas políticas nacional e internacional que terminó hace 20 años); y la contradicción que supone vivir la dureza del modelo económico creyendo que un sistema selvático, destrozado y en continua reforma de prestaciones sociales es no ya una victoria parcial de resistencia, sino la realización del futuro último en un presente que se cae a pedazos.
Sirva de ejemplo la lucha de los pensionistas, las huelgas educativas o las movilizaciones sanitarias para que concluyamos definitivamente: lo que no se lucha, no se gana.