Desde su aparición en la historia, el sistema capitalista ha permeado a todos los ambientes de la vida, incluyendo la sanidad. Nuestra salud ha sido completamente dada de lado, ya sea por la poca importancia dada a la ciencia o por la menor importancia concedida a la vida de la inmensa mayoría, que no es sino una estadística para los mecanismos del poder.
Hasta hace unos pocos siglos, la esperanza de vida al nacer rondaba los 30 años en la mayoría de lugares del planeta. Aunque empezó a crecer durante la Ilustración, no fue hasta mediados del siglo XIX, gracias a los avances en ciencia y las mejoras en la higiene, cuando superó los 50 años en los países más desarrollados. Finalmente, con la creación de los primeros sistemas de sanidad pública superó los 70 en estos países, mientras que en algunas regiones de África hoy en día aún se mantiene por debajo de los 50 años.
Durante siglos, la clase trabajadora ha carecido de la atención médica más básica, lo que le ha colocado en una situación más vulnerable a verse afectada por distintas enfermedades. También a que estas tengan peores consecuencias que si las afectadas pertenecían a clases privilegiadas.
Por un lado, porque presentaban peores condiciones de salud, ya que trabajaban más horas y en empleos que suponían un mayor esfuerzo físico, ingerían comida de peor calidad y en muchas ocasiones pasaban hambre y frío, pues vivían en casas sin aislar y con mala ventilación, y no podían permitirse comprar prendas y mobiliario de calidad. Por no hablar del hacinamiento y las pésimas condiciones de higiene que se daban en los barrios obreros. Uno de los incontables ejemplos de esto fue el Londres del siglo XVIII, donde las repetidas epidemias de cólera (y otras enfermedades) demostraron la necesidad de sanear las ciudades, y las de residencia de las obreras tuvieron que ser evacuadas para frenar las epidemias.
El primer sistema de salud pública y universal se construyó a comienzos del siglo XX en la Unión Soviética, donde la hambruna causada por la Primera Guerra Mundial y la Guerra Civil se unió a las epidemias devastadoras de gripe española, cólera, tifus, viruela y enfermedades venéreas. El estado soviético introdujo un sistema unificado y centralizado de atención médica gratuita para todo el país, controlado y regulado por los propios trabajadores del sistema sanitario, y en el que se asignó una instalación de atención médica a todos los habitantes, hasta aquellos que residían en las aldeas más despobladas y alejadas.
El sistema sanitario de la URSS es aún considerado uno de los mejores del mundo y en su momento sirvió de ejemplo para que el resto de los países europeos implantasen sistemas de sanidad pública. Los avances científicos, junto a otras medidas como la vacunación obligatoria, la reducción de la jornada laboral y múltiples campañas de agitación para promover la higiene y la prevención de enfermedades ayudaron a mejorar notablemente la calidad y la esperanza de vida y permitieron frenar las epidemias y pandemias tan comunes en épocas anteriores.
Aún con la implantación de la sanidad pública en los países desarrollados junto con los demás avances mencionados, vemos que los problemas de base siguen siendo los mismos:
Las trabajadoras siguen haciendo las tareas más penosas y que conllevan un mayor desgaste físico (además de ser los más esenciales para la vida). Están sometidas a mayor estrés, tienen menos tiempo para cuidarse… A menudo las personas con menos recursos llevan una alimentación menos variada y saludable, como por ejemplo el caso de niñas cuya única comida completa del día es la que realizan en el comedor escolar. Todo esto contribuye a un deterioro general del sistema inmunitario de las trabajadoras, lo cual aumenta el riesgo de contraer enfermedades y que estas tengan peor pronóstico.
Otros factores que aumentan el riesgo de contagio son el hacinamiento característico de los barrios obreros: aceras estrechas y casas pequeñas y juntas facilitan la expansión de enfermedades, así como la falta de acceso a recursos como el agua caliente o la calefacción cuyo coste no está al alcance de todos los hogares.
Aunque en España la sanidad pública sea gratuita, nos encontramos con listas de espera interminables, hospitales que no cuentan con el personal ni los medios suficientes y cientos de pueblos y ciudades sin hospital e incluso sin centro de atención médica. Lo que supone que algunas personas que viven en pueblos y aldeas remotas a las que no llega ningún tipo de transporte y que a menudo son personas mayores tengan que desplazarse decenas de kilómetros para poder ser atendidas. Con un sistema público creado hace poco más de un siglo (1908), y dándose por completado hace poco más de 30 años (1989), la realidad es que la clase trabajadora tiene acceso a la sanidad (de manera más o menos sencilla) desde hace poco tiempo. Y, por más que se haya empezado a situar como un derecho, especialmente en los países más desarrollados, vemos que los problemas de los sistemas sanitarios públicos actuales, en esencia, siguen siendo prácticamente los mismos que antes.
Desde un punto de vista técnico, se mantiene una perspectiva unifactorial sobre la salud. Si bien cada vez se hacen más estudios que hablan sobre la importancia del ambiente personal o laboral en nuestro cuerpo, no se actúa en consecuencia, pues lo mucho que puede llegar a hacer un doctor es recetar medicinas o dar una baja, no intervenir en la raíz de estos problemas. Por otro lado, la sanidad se sigue utilizando, como lleva años denunciando el colectivo trans, para patologizar, controlar y vigilar las disidencias de género entre nosotras. Esta es una postura inadmisible y con un claro carácter reaccionario, pero su prevalencia a lo largo de los años solo se puede entender si nos damos cuenta de que las ciencias de la salud, al igual que las ciencias naturales, de las que el sistema capitalista se vale para tener controlados hasta nuestros propios ecosistemas, modificándolos según sus intereses (un ejemplo sería la fumigación masiva de espacios turísticos), son utilizadas sistemáticamente para controlar nuestros cuerpos.
Desde el punto de vista económico, la sanidad universal es un innegable avance en cuanto al acceso a esta independientemente de las posibilidades económicas de cada uno, pero es evidente que tampoco es la solución que nos intentan hacer ver desde los sectores socialdemócratas. En primer lugar, porque el acceso a la sanidad es un acceso en abstracto, pero que no se termina de concretar; basta ver las diferencias en las listas de espera de los hospitales de Madrid en función del barrio, con una segregación clara por renta. Por otro lado, porque detrás de la supuesta igualdad de acceso nos encontramos ante una gestión económica totalmente desigual ejercida por una élite de burócratas que priman los criterios de coste-efectividad y de la que se derivan la falta de recursos en muchos hospitales, las largas listas de espera etc. Para que esto solo afecte a una clase muy concreta existen las clínicas privadas (con sus correspondientes seguros) o los centros de investigación privados, cuya mera existencia es intolerable, pero que es defendida por la mayor parte de los sectores del régimen.
Desde un punto de vista ideológico y político, los sistemas de salud públicos siguen siendo una pata más del régimen, ya que se utilizan para reproducir las ideas dominantes a través de la relación de los pacientes con los médicos. También son aprovechados para silenciar el descontento de los sectores críticos con la privatización sanitaria, como prueba de esto basta ver cómo en tiempos de crisis la inversión se desplaza más hacia los servicios públicos.