Las elecciones del pasado 11 de abril dibujaron un escenario sin precedentes en la convulsa política peruana. Los dos candidatos más polarizados de los 18 postulantes, la extrema-derecha de Keiko Fujimori -13,3%- y la “izquierda marxista” de Pedro Castillo -19,1%-, pasarán a segunda vuelta el próximo 6 de junio.
Los resultados dejan fuera de juego a las numerosas encuestas que, aunque coincidían en señalar lo igualado de los comicios -con hasta 6 candidatos con opciones de pasar a segunda vuelta-, no predijeron la irrupción de Pedro Castillo, ganador de la cita electoral que ha catapultado sus aspiraciones en la última semana de campaña gracias a su discurso fresco y rupturista con la política peruana.
La victoria de Castillo se explica fundamentalmente por el escenario de completa crisis institucional, económica y social del país. Desde hace tres décadas todos los presidentes que han llegado a la Casa Pizarro -residencia oficial del Jefe de Estado- han sido acusados de corrupción, tráfico de influencias o lavado de dinero. El sistema político peruano está caracterizado por los personalismos políticos; los partidos son endebles y cambiantes y a menudo representan proyectos personales más que proyectos ideológicos; todos ello se ha traducido en una gran fragmentación parlamentaria que ha embrutecido la vida en la cámara legislativa.
Además, la crisis del COVID-19 ha terminado de noquear la endeble economía peruana, con un endémico 20% de pobreza y sostenida por un 75% de trabajadores informales: sin contratos, seguro o protección social. Como en otros puntos de la región, la disyuntiva entre aplicar o no medidas de aislamiento no era un debate artificial para las capas populares peruanas, cuyo sustento se ganan día a día en la escasa y oligopólica industria manufacturera, el estratégico sector de la minería, la construcción y el turismo o en un sector agrario lastrado por el latifundismo.
En el plano sanitario, Perú sufre una de las mayores incidencias y número de víctimas de toda América Latina, cuyo sistema sanitario mostró desde los primeros compases su incapacidad de afrontar la pandemia. Cerca de 60.000 personas han fallecido en un país de 32,5 millones de habitantes y más del 5% de la población ha pasado el COVID.
Esta degeneración e insuficiencia del Estado peruano ha comenzado a ser señalada por distintas fuerzas del espectro político, que apuntan a la Constitución de 1993, aprobada en plena dictadura fujimorista. En todo caso, ninguna de las propuestas de reforma profunda o proceso constituyente plantean rebasar el marco de lucha parlamentaria en el seno del Estado.
Hasta la fecha, ningún proyecto político que supere discursivamente la socialdemocracia (teniendo en cuenta las derivas de Alan García o la moderación de Ollanta Humala) había conseguido situarse como opción de gobierno. El caso de Pedro Castillo (que concurre bajo el paraguas electoral del partido Perú Libre, formación minoritaria y autodefinida como de “izquierda marxista”), se explica por su capacidad para leer la situación y señalar, con agresiva retórica, el colapso y nepotismo del sistema. Castillo saltó a la palestra en 2017, cuando lideró la huelga de docentes contra los recortes y reformas educativas del gobierno, su trabajo sindical en el ámbito educativo -es maestro rural- ha sido su escaparate a la opinión pública.
Perú Libre y Castillo, hasta hace unos meses independiente a la organización política, beben del mariateguismo, corriente basada en el pensamiento del intelectual peruano José Carlos Mariátegui -vinculado a la III Internacional-, quien desarrolló una teoría de desarrollo socialista en Perú respetando la idiosincrasia nacional y señalando el papel de las masas indígenas como sujetos protagonistas del eventual proceso revolucionario.
El programa político de Perú Libre, que será la fuerza mayoritaria (38 escaños) de un atomizado parlamento de 150 curules, defiende los “procesos revolucionarios del Socialismo del s. XXI de Venezuela, Nicaragua o Bolivia”, apuesta por la nacionalización de sectores estratégicos como el gas o la minería, “la revolución educativa”, o la realización de una reforma agraria. También apunta directamente a la necesidad de abrir un proceso constituyente que, en caso de no ser posible pasaría a articularse como una “reforma profunda” de la actual Carta Magna.
Su discurso se puede encauzar dentro del neodesarrollismo imperante entre los gobiernos de la “ola progresista”, que abogan por mayor control estatal del extractivismo de materias primas, cuyos ingresos son utilizados para el desarrollo de programas sociales y el propio refuerzo del Estado.
En todo caso, Castillo también ha destacado por un discurso reaccionario en el ámbito social, con declaraciones contrarias al matrimonio homosexual, el feminismo o el aborto. Vladimir Cerrón, Secretario General de Perú Libre resumía en una entrevista al periódico El Comercio la postura de su formación en esta materia: “Nosotros respetamos todas las opciones de cada persona. Lo que no avalamos es que el Estado pueda promover cierta actitud respecto a este tema. El Estado tiene que ser respetuoso y no imponer, mediante una currícula, determinada opción o estilo sexual. Ese es nuestro cuestionamiento. Nosotros, como lo ha manifestado el maestro Castillo, somos quienes defendemos la célula de la sociedad que es la familia. Independientemente de opciones individuales, hay que defender la estructura social de nuestra nación”.
Estas declaraciones obvian sin embargo dos elementos fundamentales de las posiciones revolucionarias en la lucha de clases. El primero es que es indisoluble la alianza entre capitalismo y patriarcado. Y es imposible iniciar un proceso de emancipación social, y liberación nacional de la bota imperialista, sin atacar simultáneamente a los cimientos de ambas estructuras. Si no, se cae en el riesgo de que las condiciones laborales y vitales de las mujeres (y en el caso de sociedades como Perú, especialmente de las mujeres de origen indígena y de las zonas rurales) se mantengan en la invisibilidad, que las condena a la violencia y la explotación. Y el segundo es que los derechos civiles, sexuales y reproductivos tienen un componente de clase fundamental, y no afecta igual la necesidad de abortar a una burguesa que puede viajar a un país cercano, que a la mujer de las comunidades andinas.
El voto rural ha impulsado a Castillo, que vence en los distritos agrarios del Perú andino donde la pobreza azota con mayor virulencia, pero se desinfla en Lima y su área metropolitana (que concentra un cuarto de la población del país). El clivaje centro-periferia se cumple a la perfección, con un campesinado que desarrolla su vida de manera paralela a la capital.
Frente a esta opción estará Keiko Fujimori, hija del expresidente Alberto Fujimori, quien gracias a un autogolpe en 1992 se consolidó en el poder imponiendo un sistema neoliberal en lo económico y represivo en lo sociopolítico. Sobre el mandatario pesan acusaciones de corrupción, por las que estuvo en la cárcel, y de crímenes de lesa humanidad como la esterilización forzada de más de 300.000 mujeres -mayoritariamente indígenas-, pero nada de eso parece frenar las oportunidades de su hija. El núcleo duro del fujimorismo ha sido suficiente para pasar a segunda vuelta (como lo hiciera en las elecciones de 2016) y contrariamente a otras ocasiones el voto no se concentrará frente a esta opción de extrema-derecha, sino que muchos sectores conservadores, liberales y socialdemócratas se están decantado por Keiko como un mal menor frente al “extremismo” de Castillo.
En concreto, destaca el apoyo de Mario Vargas Llosa, destacado personaje del neoliberalismo iberoamericano, y que se presentó como candidato a las elecciones presidenciales contra Alberto Fujimori. En 1990 aglutinó al liberalismo y la democracia cristiana peruana, en una campaña en la que acusaba a Fujimori de aspirar (como después se confirmó) a cercenar los derechos y libertades civiles. También Rafael López Aliaga, líder del partido ultraconservador Renovación Popular -con un 11,6% de los votos-, se ha posicionado junto a Keiko Fujimori en la segunda vuelta. Asegura que para «elegir entre lo malo y lo pésimo elijo lo malo».
Con este escenario falta por ver la capacidad y concreción de Pedro Castillo quien, desde el mismo día de las elecciones, viene sufriendo una campaña de desprestigio, pues la élite socioeconómica peruana no está dispuesta a correr riesgos con un candidato que pueda tensar en exceso la cuerda. En todo caso, la política del maestro andino plantea serias dudas en su dimensión social.
Las principales referencias de la izquierda marxista peruana, el Partido Comunista Peruano y el PCP-Patria Roja, con una amplia influencia en el movimiento obrero urbano, concurrían a las elecciones dentro de la coalición Juntos por el Perú, junto con otras fuerzas de la izquierda transformadora. La coalición, que ha obtenido en torno al 7% de los votos en las elecciones presidenciales y legislativas, se ha mostrado abierta al diálogo con Perú Libre en torno a coincidencias en la lucha contra el neoliberalismo, los crímenes de lesa humanidad y la reacción que los Fujimori representan, sin que por el momento se haya concretado ningún acuerdo o posicionamiento conjunto. Las coincidencias respecto a la necesidad de abrir un proceso Constituyente en el país sí son manifiestas.
Su candidata presidencial, la cuzqueña Verónika Mendoza afirmó que buscarían una «salida democrática, popular y constituyente a la crisis, dialogando con las fuerzas del cambio, incluyendo la que representa Pedro Castillo». Este apoyo indirecto brindaría al candidato de Perú Libre un apoyo entre capas medias urbanas y sectores del movimiento obrero peruano.
Pese a ello, falta por ver si en este contexto de polarización y descomposición se impone una salida en clave autoritaria -representada por Keiko Fujimori- o se abre la extravagante y novedosa puerta de un proyecto autodenominado “nacionalista y socialista” para un país al borde del colapso.
Nestor P.