Ha pasado ya más de un año desde el comienzo de la pandemia de COVID19, que paralizó por completo el sistema productivo durante meses y ha alterado profundamente nuestra sociedad. Durante todo este tiempo ha tenido lugar una carrera sin precedentes para conseguir una vacuna de esta enfermedad lo más rápido posible.
Esta vacuna se presenta como la salvación de toda la población y nuestro modelo de vida, pero no debemos olvidar que el apresuramiento por conseguirla no se debe a un fervor altruista por salvar vidas, sino a la necesidad de reactivar totalmente el sistema productivo cuanto antes, lucrándose en el proceso.
Como comentamos en un artículo anterior , la prisa por desarrollar la vacuna y realizar una campaña de vacunación global nos ha hecho asumir todos los costes y consecuencias. Esto nos lleva a hacernos una pregunta: ante la necesidad imperante de vacunar a toda la población, ¿Por qué no se liberan las patentes?
La liberación de las patentes de las diferentes vacunas aprobadas para la COVID19 (por ahora 4 en la Unión Europea) permitiría extender su producción a todo el mundo, acelerar el ritmo de vacunación, abaratar los costes y globalizar el acceso a la vacuna. Además, pondría fin al sometimiento de los Estados, sobre todo de aquellos más pobres, ante el lobby farmacéutico, dotándolos de soberanía para asegurar la vacunación de toda su población.
La única forma de liberar las patentes que se baraja actualmente es a través de la negociación con las farmacéuticas, pactando un precio por ella o logrando una renuncia voluntaria. Por la propia lógica del sistema capitalista, las empresas van a priorizar el beneficio económico sobre todo beneficio social y sanitario.
El negocio de las vacunas es de especial interés para las farmacéuticas, ya que son un nicho de mercado seguro: se aplican sobre personas sanas y, para que la vacunación sea realmente útil, deben administrarse a cerca del 75% de la población mundial. Demasiado dinero en juego como para hacer gala de filantropía. Sería más fácil esperar 20 años a que caduque la patente.
Las principales farmacéuticas se escudan en que las patentes son un incentivo que les asegura que van a recuperar la gran inversión que hacen en la investigación y el desarrollo de la vacuna. Se niegan a liberar la patente porque no han recuperado los gastos que les ha conllevado producirla. Pero, si nos paramos a analizarlo, en realidad la mayor parte de la inversión en I+D de la vacuna proviene de entidades públicas. AstraZeneca, por ejemplo, ha recibido casi 3000 millones de euros para desarrollar y producir su vacuna (2) y, sin embargo, ni siquiera ha sopesado la opción de no privatizar y patentar el medicamento resultante de esta inversión. Y no sólo eso, sino que, además, esta y otras empresas fijan el precio de la vacuna muy por encima de los costes reales de investigación, desarrollo y producción. Lo único que importa es el lucro privado, lo que está en el centro no es la vida, sino el beneficio.
Otras empresas farmacéuticas, como por ejemplo Pfizer, han rechazado el dinero público para su investigación, para mantener esa imagen de independencia y ocultar el hecho de que, en realidad, los ciudadanos están pagando varias veces por la vacuna. Pero no debemos olvidarnos de que la mayor parte de los descubrimientos e ideas explotados por estas multinacionales surgen desde la investigación básica, que sí se financia con dinero público.
Este es el caso de los estudios en ARN mensajero que han tenido lugar en distintos centros de investigación del mundo, y en los que Pfizer y otras farmacéuticas se han basado para desarrollar sus vacunas. Además, la vacuna de Pfizer no habría salido adelante si su socio, BioNTech, no hubiese recibido dinero de la UE y el Gobierno Alemán.
Una vez descartado que las farmacéuticas renuncien a sus derechos sobre la vacuna de la COVID19, quedan otras dos formas de liberar las patentes. La primera es que cada país establezca las denominadas licencias obligatorias, que permiten producir en distintas plantas de fabricación del país una cantidad determinada de vacunas a lo largo de un período de tiempo concreto.
Se trataría de una especie de expropiación temporal, contemplada para casos excepcionales, para luego devolver a las empresas los derechos de propiedad intelectual. Este mecanismo se estableció en 2001, tras la pandemia de SIDA, sin embargo, presenta dos problemas que impiden que cumpla su función de procurar el acceso a medicamentos a los países que más los necesitan. Uno es su complejidad administrativa, plagada de burocracia y con unos conceptos muy poco claros sobre lo que se consideran ‘casos excepcionales’. Como si una pandemia no fuese un caso excepcional.
El otro problema es de índole económica: cuando un país suspende los derechos de la patente, debe indemnizar a la empresa afectada. Como la pescadilla que se muerde la cola, nos encontramos con que los países que más necesidad tienen de producir la vacuna por sí mismos son aquellos que no tienen la capacidad económica suficiente como para interesar a las farmacéuticas, y se quedan con las sobras de las grandes potencias o dependen de proyectos de solidaridad como el Programa COVAX. Estos países, evidentemente, no pueden hacer frente a la suma descomunal con la que deberían indemnizar a cualquiera de las grandes multinacionales que poseen las patentes de las vacunas.
La segunda manera de liberar las patentes de la vacuna es que la Organización Mundial del Comercio, por unanimidad, apruebe la exención total de la patente. El pasado mes de octubre, la India y Sudáfrica, apoyados por una multitud de organizaciones, propusieron a la OMC una exención temporal de los derechos de propiedad intelectual de todos los productos enfocados a la prevención, contención o tratamiento de la COVID19 (5). Desde entonces, los países miembros de la OMC se han reunido hasta 2 veces al mes para tratar este asunto, todas con el mismo resultado: la oposición de los países ricos a esta propuesta.
¿Por qué? Por un lado, los países donde están asentadas las farmacéuticas afectadas quieren proteger a sus industrias y aprovecharse de los beneficios que les supone que estas monopolicen el mercado de la vacunación. Y, por otro lado, los bloques imperialistas que controlan la OMC son justamente los que tienen un acceso prioritario a las vacunas y, precisamente por esa relación de sumisión a las multinacionales, casi roza el absurdo esperar que arremetan contra sus privilegios.
La UE, Estados Unidos, Reino Unido, Japón o Canadá esgrimen argumentos como que en realidad no existe un problema de falta de abastecimiento de vacunas a nivel global. Y que, aunque existiera, permitir un aumento de la producción de la vacuna seguiría sin garantizar que los países más pobres pudieran acceder a ellas, debido a que los sistemas de salud de estos países están muy precarizados y no habría una buena distribución de los productos ni una campaña de vacunación eficaz.
Es decir, las grandes potencias quieren mantener sus privilegios a costa de los países más vulnerables, y no pretenden mover un dedo invirtiendo recursos para ayudar de manera realmente trascendente a proteger a toda la población de una enfermedad que ha matado ya a casi 3 millones de personas.
Las empresas que conforman el Big Pharma se unen a este relato de que no es necesario liberar las patentes. Recurren a argumentos moralistas como que mantener las patentes impide que se genere un mercado negro de vacunas fuera del control gubernamental que beneficie a los sectores más ricos de cada país, como si no se viesen ya más favorecidos por tener un acceso privilegiado a los sistemas públicos y privados de salud.
Pero, sin duda, el evento más alarmante ha sido la amenaza (porque no se puede calificar de otra manera) de la Federación Internacional de Fabricantes y Asociaciones Farmacéuticas, que afirma que si se suspenden las patentes correremos el riesgo de que las farmacéuticas no investiguen ni desarrollen medicamentos para nuevas enfermedades, ante la posibilidad de perder su inversión si nos encontrásemos de nuevo en un escenario como el actual. Queda en evidencia, una vez más, que el sistema capitalista no tiene reparos en especular con la vida de la gente en función de los intereses del mercado. Si no se pueden obtener beneficios, a nadie le preocupa la salud.
En definitiva, el sistema no está por la labor de facilitar el acceso a la vacunación de toda la población si pierde (o deja de ganar) dinero en el proceso. Consintiendo que la narrativa de la industria farmacéutica monopolice la opinión pública además del mercado, las grandes potencias se aseguran una vacunación completa y rápida de su población, que permita recuperar el ritmo productivo en el menor tiempo posible.
En los países más empobrecidos y afectados por la COVID19, tocará esperar a que las empresas produzcan las vacunas en sus propias plantas de producción para poder obtener el máximo beneficio. Mientras tanto, seguirán muriendo a diario miles de personas en todo el mundo por esta enfermedad, y se llevará al límite a los sistemas públicos de salud, ya precarizados por las políticas de recortes y privatización, y aún más debilitados por la pandemia.
Arantxa G., Pablo A., Iria G.