El convulso periodo entre el Tardofranquismo y la Transición fue escenario de un campo de lucha que no contaba con grandes precedentes en España: el de los presos comunes en denuncia de la situación estructural que les había empujado a la prisión y para mejora de sus condiciones dentro de ella. En torno a esta lucha se destaca la efímera existencia de la Coordinadora de Presos Españoles en Lucha (COPEL). La reflexión de Javier García busca hacer memoria de esta experiencia, en gran medida olvidada, predicar el ejemplo de todos aquellos luchadores y reconocer una vigencia estructural del problema que denunciaron entonces; llamando a la reflexión, en el seno de la izquierda revolucionaria, de su papel pasado y presente ante esta situación.
A finales de la década de 1960 y principios de la siguiente, en pleno desarrollo económico y social, en España había en torno a 15.000 presos sociales (6 veces más que los considerados políticos). Este elevado número de reclusos, juguete roto del «milagro económico», fueron aquellos desheredados que acabaron dando con sus huesos entre rejas por un patrón común: carecían de cualificación y de recursos. Más del 80% de los presos sociales tenían penas relacionadas con delitos contra la propiedad privada. Es decir, todos aquellos «robagallinas», hijos de los emigrantes que se habían asentado en infraviviendas en barriadas del extrarradio de las ciudades, cuya principal salida fue delinquir para sobrevivir.
En esta época se desarrollaron y cobraron fuerza los movimientos por la amnistía política, que han tenido más trascendencia en el relato posterior, al calor del auge de la oposición política que se estaba formando en España. Estos movimientos contaron con el apoyo de amplios sectores sociales, desde parte de la burguesía liberal hasta sectores del clero opuestos al régimen franquista.
Esta legítima y admirable lucha tenía lugar, también, en las propias prisiones. Detrás de los barrotes presos políticos compartían sino con otros sociales, los cuales en ocasiones fueron partícipes del movimiento de presos por la amnistía y tomaron consciencia de su situación en la cárcel: tanto por las condiciones en las que vivían, como por el patrón común que los había llevado allí. Exigían principalmente, el fin de los malos tratos y ser incluidos en las posibles amnistías, pues consideraban que habían sido condenados bajo el código penal de la dictadura (con un claro matiz de clase) y en juicios sin garantías.
En este contexto, llegó la primera amnistía de 1976 que dejó fuera, junto con otros tantos, a los presos sociales. Como respuesta, parte de los presos de la cárcel de Carabanchel se amotinaron, siendo fuertemente reprimidos. Fue a raíz de la sangre de esta represión que surgiría la Coordinadora de Presos Españoles en Lucha (COPEL).
La Coordinadora funcionó de forma asamblearia y contó con un amplio programa reivindicativo que iba desde la reforma penitenciaria hasta la depuración de jueces y carceleros, siendo conscientes del papel del sistema capitalista como causante de su situación. La reacción de los carceleros no se hizo esperar, a través de agresiones a sus presos, o a través de otros reclusos a sueldo, al más puro estilo de los sindicatos libres de medio siglo atrás. Su actividad consistió en asambleas, huelgas en los talleres de la prisión, huelgas de hambre y nuevos conatos de motín, consiguiendo de forma paulatina un mayor número de apoyos dentro y fuera de los muros de la cárcel.
Además, trabajaron por impulsar una mejor convivencia entre rejas, frente al sistema carcelario franquista que alentaba los chivatazos y la violencia entre presos, apostando por la ayuda mutua en pro de la convivencia, a través de un funcionamiento asambleario, llegando a aprobar normas de convivencia de mutuo acuerdo.
Los diferentes partidos y organizaciones de izquierda, hasta entonces centrados en «sus presos», comenzaron a acercarse y a posicionarse en torno a la problemática. Si bien, el apoyo aún fue muy escaso, limitado a ciertos sectores del movimiento libertario y a los propios familiares, fundamentalmente madres, que crearon la Asociación de Familiares y Amigos de Presos y Expresos (AFAPE), donde tuvieron cabida miembros de la izquierda revolucionaria que llevaron esta lucha a otras partes del Estado y a otros sectores sociales.
Ya en plena Transición, en los albores de la Amnistía de 1977, llevaron a cabo su «gran motín» a principios de ese año. En esta ocasión con acciones en varias prisiones de España, con un apoyo exterior y de nuevo con Carabanchel como centro neurálgico, que fue tomada por la policía al tercer día.
Y entonces, ocurrió lo tan temido como esperado: la ansiada amnistía les había dejado fuera – junto a ciertos sectores de la izquierda revolucionaria- con la complicidad de por la entonces izquierda del régimen y de parte de la que se decía revolucionaria, que priorizó lo posible ante lo necesario. Ante esta situación explotó su legítima rabia, y los presos comunes organizados aumentaron sus acciones, contando con un apoyo cada vez mayor en las calles y llevando incluso un proyecto de ley al Senado, que sólo obtuvo apoyos testimoniales.
A lo largo de los meses siguientes consiguieron que el nuevo régimen fuera escuchando algunas de sus reclamaciones con respecto a los derechos de los presos, logrando que se investigaran algunas de las torturas y asesinatos que habían tenido lugar durante esos años; pero siempre conscientes de que era el sistema el que estaba podrido.
Sin embargo, a medida que el nuevo régimen se iba asentando, la COPEL se fue desinflando por diversos motivos. La heroína entró en las cárceles, los carceleros recuperaron el terreno perdido frente a la autoorganización de los presos, se encerró en aislamiento a los presos más comprometidos… El horizonte de la amnistía se veía excesivamente lejano, y finalmente, la COPEL se disolvió, agotada.
No sólo no se consiguieron ninguno de los principales objetivos, sino que en 1979 el gobierno de la UCD reformó la Ley de enjuiciamiento criminal para facilitar que los jueces decretaran prisión preventiva por delitos menores, llevando un paso más allá que el propio Franquismo la criminalización de la delincuencia común. Además, con la construcción de la cárcel de máxima seguridad de Herrera de la Mancha, muchos de los activistas más destacados de la COPEL, al igual que la mayoría de los presos políticos, fueron encerrados en esta nueva prisión para su máximo control.
De la COPEL quedaron, entonces, el recuerdo y el ejemplo. El recuerdo tomó forma en 2018 a través del documental «COPEL: una historia de rebeldía y dignidad» en la que sus protagonistas narran su historia, y se retomará de nuevo próximamente a través de «Pocos, buenos y seguros», un cortometraje, actualmente en campaña de micromecenazgo, que girará en torno a estos olvidados de nuestra «modélica Transición».
La lucha anticarcelaria en la actualidad
El ejemplo de la COPEL ha sido recogido por las diferentes asociaciones que mantienen viva la lucha por los derechos de los presos. Compuestas de nuevo por sectores libertarios y por sus familiares, donde toman de nuevo las madres un trágico protagonismo. Han organizado marchas a prisiones, charlas, facilitado asesoramiento legal y creado grupos de ayuda mutua, fundamentalmente. Organizadas de abajo a arriba, tomando primero contacto en las puertas de las cárceles hace décadas, a grupos de Facebook en la actualidad, en los que entablan relación con personas de todo el Estado y de América Latina en su misma situación.
Continúan denunciando cómo los malos tratos, la explotación laboral (en los talleres de la prisión), la arbitrariedad de las autoridades, la desatención sanitaria, el tráfico de drogas por parte de o con la complicidad de los funcionarios y un largo etcétera que son su pan de cada día. Denuncian también que las mujeres presas sufren una doble discriminación, al estar diseñadas las cárceles para los grandes módulos masculinos, y que, en la línea habitual, son frecuentes los abusos sexuales por parte de los carceleros. Esta situación se ha agravado con la pandemia, porque muchos de los derechos más básicos que han ganado han sido recortados arbitrariamente de un plumazo, como es el caso de las visitas y los vis a vis.
La situación estructural no ha cambiado sustancialmente desde la radiografía que se hacía de los presos comunes de hace ya más de 40 años. De hecho, las celdas siguen llenas de las capas más bajas del proletariado (especialmente extranjeras, por cuestiones de renta), empujados a esta situación por su precaria y extrema situación material (sin con ello querer caer en predestinaciones mecanicistas), pues, en palabras de El Coleta «si no entra dinero en casa tu herramienta es tu navaja».
Los delitos comunes, sobre todo contra el patrimonio y menudeo, continúan siendo la principal causa de entrada en prisión, con más de 30.000 presos en las cárceles españolas por estos motivos, y la reincidencia se muestra como tónica común ante la imposibilidad de salir del pozo. Además, nuestro sistema penal continúa siendo especialmente duro con la delincuencia común, en contraposición con los delincuentes de cuello blanco, de rentas más altas.
A pesar de estas cifras, para la sociedad actual los presos siguen siendo unos parias despreciables, pues en el imaginario colectivo pesa la imagen de la ecuación asesino-terrorista-violador, por el papel clave que juegan los medios de comunicación en su estrategia de creación de un estado de alerta y peligrosidad constante, aunque la realidad no sea tal. Se debe a que son conscientes de que creando una alerta de inseguridad ciudadana pueden justificar mayores medidas de control social.
Reflexión en torno a la prisión
Este recorrido histórico inevitablemente nos lleva a reflexionar sobre la función que han tenido, y tienen, las prisiones, y su papel en la superestructura del sistema capitalista. Y es que, la función de los diferentes instrumentos de represión del Estado, desde la decimonónica Guardia Civil hasta la propia prisión, como la entendemos hoy día, entronca directamente con la protección de la sacrosanta propiedad privada. La privación de libertad, como principal medio punitivo, lanza un claro mensaje «has alterado el orden moral [burgués], has atentado contra lo más preciado de nuestra sociedad, éste es tu castigo». Y es algo que hoy día está totalmente asumido. Una de las victorias del capitalismo es hacernos asumir que la respuesta lógica a cometer un delito es el confinamiento en una prisión.
Finalmente, es necesario hacer referencia al mantra de la reinserción como idílica solución a la delincuencia, que merecería un artículo propio. La reinserción se plantea de forma que el periodo pasado en la cárcel servirá de catarsis para arrepentirse de los errores cometidos (con altas dosis de moralina cristiana) y volver a entrar en el pacto social como perfecto cuadro del sistema. Aunque pueda parecer sorprendente, esta es la propuesta de la izquierda del sistema, en contraposición de la que entiende la prisión como simple castigo, aunque sean dos caras de la misma moneda.
Tal y como está planteada la reinserción dentro del sistema capitalista es un oxímoron, pues simplemente busca la aceptación por parte del convicto de su papel en su estrato social. De forma habitual, basta con la promoción social desde el lumpemproletariado y la marginalidad a entrar a formar parte de las capas más bajas del proletariado para que esa reinserción sea vista como exitosa.
De hecho, lo común es que, lejos de conseguir este utópico objetivo, el paso por las cárceles sirva para hundir más en el pozo de la marginalidad y de la delincuencia común a aquellos que pasan; además de agravarse los problemas con las drogas, causa a su vez de un importante número de casos de entrada en prisión.
Todo ello, nos ha de llevar a reflexionar por qué ante la problemática de las presas y presos continuamos mirando hacia otro lado, ya no sólo el conjunto de la sociedad, sino también muchos de los sectores más politizados. Porque no debemos de repensar el sistema penitenciario, que no es más que un instrumento del capitalismo para reproducir y mantener las desigualdades, sino destruirlo. Y porque conscientes de ese horizonte, mientras llega, debemos de incluir los derechos de todas las personas que se encuentran en privación de libertad entre nuestras prioridades.
Como epílogo, señalar el flaco favor que nos ha hecho la romantización de la prisión por parte de todos aquellos que estamos alejados de los barrotes, similar a lo que ya se analizó en esta revista en la «Crítica marxista a la idealización de lo quinqui». Porque si durante un par de meses encerrados en casa, con todas las comodidades, nos subíamos por las paredes, nos debería ser fácil imaginarnos el infierno que es estar privado de uno de los derechos más básicos, la libertad, en unas deplorables condiciones como se encuentran los presos.
Javier García.