Javier Martín Rodríguez, Secretario General de los Colectivos de Jóvenes Comunistas
Odio la revolución como el pecado
Se dice que el socialdemócrata Friedrich Ebert, quien fuera líder del SPD y Presidente de la República de Weimar, le dijo al príncipe Maximiliano de Baden, cuando las trompetas de la Revolución de Noviembre sonaban ya por toda Alemania: “Si el Káiser no abdica, la revolución social es inevitable. No la quiero, de hecho la odio como el pecado”.
Para ellos la revolución es un pecado cuando se hace pero no tanto cuando se imagina o cuando se simula. Las fuerzas religiosas y laicas se enfrentan aquí con altísimos niveles de vehemencia: las primeras afirman que los pensamientos impuros no escapan a los ojos de Dios, las segundas, herederas de Ebert, declaran que solo la conducta es delito pero no el pensamiento. En los espacios públicos de sus instituciones se dedican hipérboles y aspavientos por las diferencias, en la intimidad de los espacios privados seguramente se acompasen las risas gracias a las coincidencias: la revolución es como el pecado.
Tanto es así que hoy mismo, cuando los primeros, la pata derecha, lanzan como arma arrojadiza contra los segundos, la pata izquierda, el fantasma del comunismo, el fantasma de ser herederos de los pecadores, estos se defienden poniendo el foco precisamente en los periodos en los que, como ahora, se renunció por entero al camino revolucionario. Se defienden reafirmando que detestan el pecado, que ayudaron a construir el Régimen del 78 y a apuntalar con ello el edificio político capitalista en España convencidos de que así salvan su dignidad cuando lo que realmente están haciendo es lanzarla a los pies de los caballos.
Los primeros coquetean con la ilegalización y la prohibición de los pecadores y gustan de repetir a coro con Europa ese ejercicio de revisionismo histórico que implica equiparar comunismo y nazi-fascismo. Los segundos se permiten jugar con la retórica de la revolución en periodos electorales, pero ya ni si quiera lo necesitan y no recurren a ello más que en momentos sumamente puntuales, principalmente para apaciguar a su militancia más honrada. En un momento histórico caracterizado por un bajísimo nivel de conciencia y organización de clase, la “revolución” ya ni si quiera es una mitología funcional en términos político-mercantiles. Por eso la han sustituido por términos más acordes a su funcionar: el “cambio”, el “progreso”, etc.
La ideología reformista del progreso socialdemócrata se puede presentar hoy con mayor sinceridad que nunca: es esa convicción del continuo, lineal, inacabable e imparable progreso de la humanidad hacia el futuro. Desde UP se dibujan así en su práctica política como fieles guardianes de ese empuje, ellos son la garantía de que se ponen las vías adecuadas para que el progreso se realice. Con el pie de las instituciones son capaces de dialogar, acordar y gestionar para garantizar que los enemigos del progreso no lo detengan, y con el pie de las calles se sirven de los movimientos sociales como presión externa para sus labores parlamentarias. No es casualidad que fuese también Friedrich Erbert quien dijese aquello de que “ser socialista significa trabajar mucho”. Ya ni si quiera es necesario dibujar ese colapso final y siempre lejano en el que se logre subvertir finalmente el modo de producción, ahora basta con el proceso, con el perpetuo “cambio”, con trabajar mucho, arremangarse y dejarse de tonterías y proclamas. Basta con confiar en su presencia entre las moquetas de las instituciones para que la cosa vaya bien y en silencio, que es como la mayoría de las veces ocurren las cosas importantes.
El carácter de clase del Estado y esas nimiedades se convierten en cosas de juventud. Salvo cuando pueden utilizarse para justificar el incumplimiento programático, como hizo Pablo Iglesias, haciéndonos entrar ya en los terrenos del más puro absurdo. Las contradicciones se cabalgan, pero que las contradicciones te cabalguen a ti, es otra cosa. Y cuando los pecadores les decimos que gobernar en el capitalismo es gobernar según los márgenes de posibilidad del capital y que su propia acción política acaba resultando en una garantía más de consenso y paz social; o les decimos que la cuestión fundamental sigue siendo la cuestión del poder y que mientras eso no se resuelva están condenados a hacer política subsumidos en las necesidades y lógicas del capital; nos responden con la misma altanería con la que responden a las capas trabajadoras por no darles apoyo: simplemente no entendemos nada.
Temporalidad, híper especialización y Estado del Bienestar
Y ahí estamos nosotros, con nuestra falta de entendimiento sufriendo como bajo el mantra del progreso, la modernización y la digitalización se introducen cambios que redundan en un profundo empeoramiento de las condiciones de vida. Para los jóvenes, la realidad que viene se dibuja a través de dos procesos paralelos en el ámbito educativo y laboral cuyo vértice son los contractos de prácticas y formación. La nueva reforma universitaria de Castells, con su modelo de formación dual, provocará que los estudiantes pasemos casi la mitad del tiempo de aprendizaje trabajando gratis o semi gratis para las empresas. La educación se especializa y tecnifica para ofrecer respuesta a las necesidades actuales de la división social del trabajo y las empresas aumentan su control en la educación a través del sistema de prácticas, a través de la manida digitalización y de los másteres propios. El aumento del trabajo a demanda es la otra cara del proceso: acostumbrados a periodos cortos de trabajo, a la temporalidad, estacionalidad y parcialidad como mecanismos para ajustar el trabajo a las demandas de la producción, los jóvenes compatibilizaremos de manera constante empleo, formación y prácticas en una búsqueda cara y desesperada por aumentar las posibilidades de cierta estabilidad en un escenario de competitividad y precariedad de un 40% de paro juvenil.
Los planes anunciados: el Plan de Choque contra el Desempleo Juvenil y el Plan Estratégico de impulso de la Formación Profesional, insisten en estas ideas. La ley de FP busca potenciar la estructura modular, lo que equivale a flexibilizar el periodo formativo para facilitar su compatibilización con el desempeño laboral activo, dejando incluso en manos de las empresas la impartición de talleres y cursos. Por lo que sabemos del Plan de Desempleo Juvenil, la estela es la misma: el programa Empleo Joven-Tándem busca alternar formación y empleo, a modo de las escuelas taller, pero aplicados a proyectos de interés para el Estado. Lo que se vende como indudable avance: la compatibilización de estudios y aprendizaje, la introducción de mecanismos digitales y tecnológicos, la flexibilización de la formación y del trabajo para ajustarlo a los deseos particulares; acaba redundando en una realidad vital marcada por la precariedad encadenada, por la inestabilidad constante y por la falta de recursos económicos para garantizar una independencia vital hasta muy avanzada la vida laboral, más aún cuando suben los gastos asociados a esa independencia como la luz. En el otro lado: aumento de la mano de obra barata y aumento del control formativo y laboral para ajustarlo a las necesidades productivas y a los ciclos del capital.
Los jóvenes somos nómadas permanentes entre la pobreza a los que se nos cierran también las posibilidades de la participación político-social: si con Bolonia ya se ajustaba la realidad universitaria para que de clase uno se marchase a casa o al curro para poder pagar las elevadas tasas, ahora ese proceso directamente se formaliza: de clase a las prácticas o al trabajo temporal, del trabajo temporal a los cursos o talleres, etc. No hay tiempo ni convivencia en un espacio, y si lo hubiese: el sistema de ETTs y la temporalidad sirven como neutralizadores de casi cualquier participación en los procesos de organización y representación sindical en el trabajo, y la nueva ley de Convivencia Universitaria para criminalizar la protesta estudiantil.
La socialdemocracia es la imagen de un tipo sonriente sobre una maquina de correr que nos trata de convencer de que si corre significa que se está desplazando. Por ello es hasta coherente que haya ahora sectores laterales, algunos aparentemente “críticos”, de esa misma socialdemocracia que recuperan nostalgias de tiempos en lo que la situación económica favorecía unos márgenes más amplios para el reparto de migajas, embebidos de las mismas lógicas de sus dirigentes, claro. Sus añoranzas del Estado del Bienestar se caracterizan por esa misma incapacidad para ver las caras ocultas, las condiciones históricas que lo hicieron posible, esto es, saber quienes fueron los que construyeron Tebas, la de las siete puertas: el Estado del Bienestar descansa sobre las superganancias imperialistas y otros tantos ataques contra los trabajadores, también en España.
Mucho más se podría decir aún sobre que el horizonte político de algunos sectores “críticos” no pase de que los trabajadores continuemos vendiendo nuestra fuerza de trabajo al patrón de turno pero teniendo un mejor acceso al consumo de algunas mercancías. Entre los distintos sectores de la socialdemocracia, expresión de las ideas, intereses y sensibilidades de distintas capas sociales, se pelean también con un altísimo nivel de vehemencia, pero todas coinciden en tratar de presentar un posible momento de equilibrio, un posible capitalismo de rostro humano. En las redes sociales se dedican hipérboles por las diferencias, en la intimidad de los pasillos de las universidades y de los platós seguramente se acompasen las risas gracias a las coincidencias: la cuestión del poder no se toca, es pecado.
Memoria y poder
La batalla de las nostalgias y la memoria hay que afrontarla, claro, porque tampoco los muertos están seguros ante el enemigo. Y eso implica mostrar quiénes fueron los perdedores, los perjudicados, los derrotados de los periodos que idolatran a derecha e izquierda del arco parlamentario. Así como recuperar el ejemplo de los que antes que nosotros fueron los “pecadores”, los que hicieron resonar las trompetas de la revolución, aquellos que se plantearon la transformación radical de la sociedad basada en la explotación del hombre por el hombre. Y ese reconocimiento es todo lo contrario a una política nostálgica, porque es una política que solo puede partir de la convicción de que cada generación de la historia se encarama sobre los hombros de la anterior, que su acción y sus anhelos desembocan irremediable en nuestro presente, y que es por tanto el presente el que hay que pisar con fuerza.
Se trata de la convicción de que no hay ninguna fuerza mágica que empuje hacia el paraíso y que depende exclusivamente de nosotros, de los trabajadores y trabajadoras, de la disposición de nuestras fuerzas, cambiar radicalmente la realidad. Se trata de luchar contra todas y cada una de las violencias del capitalismo siendo conscientes de su correlación mutua y génesis común en el modo de producción. Se trata de volver a poner la cuestión del poder en el centro de debate y de hacer política y generar estructura allí donde ocurren las violencias del capitalismo. Se trata de hacer saltar por los aires la dicotomía instituciones-calles y generar nuestras propias instituciones, construir un tejido organizado de los centros de trabajo a los institutos, de los institutos a los barrios, de los barrios a las universidades… que a la vez que combata exprese una nueva forma de concebir la vida. Una alternativa obrera y popular que ahogue a la reacción en cuanto se asome, que rompa con las vías muertas y los callejones sin salida del reformismo. Y se trata, además, de hacerlo ya, porque mañana ya estaremos llegando tarde a la cita.