Con la llegada de la Conferencia sobre el Futuro de Europa conviene echar la vista atrás y tratar de comprender el proceso iniciado en 1950 con la famosa Declaración Schuman. Desde sus orígenes, la Unión Europea ha estado caracterizada por una serie de rasgos que permiten entender su naturaleza actual y sus limitaciones inherentes.
El primer tratado de lo que actualmente es la Unión Europea es el que crea la Comunidad Económica del Carbón y el Acero, por el que seis estados (Alemania Occidental, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y Países Bajos) establecían una zona de libre circulación del carbón y el acero. El objetivo declarado era asegurar la paz, tras la segunda guerra mundial, a través de la creación de un mercado interestatal de dos de los productos esenciales de la industria del momento.
La aparición de este tratado supuso un cambio de paradigma en lo que respecta a las relaciones internacionales. En lugar del primado de la lógica interestatal, por la que los acuerdos vinculan a los estados únicamente en sus relaciones entre sí, se proyectaba ya una transformación radical, por la que los estados se verían limitados por los intereses del conjunto de la comunidad.
El proceso de creación y desarrollo de la actual Unión Europea estaría marcado por una palabra, “integración”, cuyo significado político resulta clarificador. Como señala Anderson en un reciente artículo, la “integración” es el sinónimo amable y disuasorio empleado para ocultar el verdadero objetivo del proceso europeo: la federalización. Como señala el marxista inglés, el de “integración” sería “un término más neutral para el progreso hacia un ideal que, por el momento, era mejor mantener en privado.
Anderson llama la atención sobre otra característica de los momentos iniciales del surgimiento de la actual Unión Europea. De cara a fortalecer el proyecto de “integración” europea, las instituciones europeas se nutrieron de perfiles políticos y antiguos miembros de partidos y gobiernos fascistas. Baste señalar que el primer presidente de la Corte de Justicia Europea, Massimo Pilotti, representó previamente a la Italia fascista en la Liga de Naciones o dirigió tribunales en la Eslovenia ocupada por los fascistas.
Desde la óptica estatal, cabría pensar que, al fin y al cabo, lo importante no es el poder judicial, sino el legislativo o el ejecutivo. Sin embargo, la historia de la “integración” europea no se comprende sin profundizar sobre la historia de lo que actualmente se conoce como el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). El poder judicial fue el gran impulsor del proyecto durante sus primeros años: azuzado por los ideales federalistas de sus miembros originales y por cierta tendencia a la acumulación de poder, impuso una concepción del proyecto europeo profundamente vertical y antidemocrática.
Dentro de la jurisprudencia del actual Tribunal de Justicia de la Unión Europea destacan dos sentencias con un impacto trascendental: Van Gend & Loos y Costa v. Enel. La primera de estas sentencias, emitida en 1963 impuso el conocido como “principio de efecto directo”. Este principio señala que, en general, la ciudadanía de los estados miembros puede alegar el derecho de la Unión Europea y exigir que este se respete por parte de dichos estados.
De este modo, el derecho de la UE es de aplicación directa incluso aunque los estados no hayan adaptado su ordenamiento jurídico a las exigencias de los tratados europeos. Esta concepción del derecho europeo rompe con una característica típica del derecho internacional, que suele entenderse como obligatorio entre estados, pero no para un estado concreto en relación con su propia ciudadanía. El principio puede parecer beneficioso para los pueblos europeos: aunque los estados se nieguen a reconocer derechos recogidos en los tratados europeos, estos se verán limitados en el ejercicio de su poder legislativo.
Sin embargo, si tenemos en cuenta la sustancia del derecho europeo y los procedimientos de creación, las consecuencias negativas se observan claramente. En lo que respecta a la creación, el carácter profundamente antidemocrático de los procedimientos europeos implica que la voluntad democrática de los estados (por limitada que sea) se vea limitada por la imposición burocrática de las instituciones europeas. En lo que respecta al contenido, esos “derechos” que se imponen desde Europa son, generalmente, el derecho a la libre circulación de mercancías o la exigencia de desregulación y liberalización de mercados, es decir, el derecho de la burguesía europea a operar en plano de igualdad en un territorio cada vez más amplio. Marx ya destacaba en el Capital el “clamor de los capitalistas mismos por la igualdad en las condiciones de competencia”. Incluso la legislación homogénea en beneficio de la clase obrera termina por allanar el camino al capital de los países dominantes.
En Costa v. Enel, precisamente relacionada con una normativa italiana de nacionalización del sector eléctrico, el órgano judicial europeo establecía el “principio de primacía” del derecho europeo. Este principio establece que el derecho europeo prima sobre el derecho de los estados miembros. Por ello, una normativa estatal sobre nacionalización, si es contraria a los tratados en materia de libre comercio, pasa a considerarse inválida. El ansia de dominio de las instituciones europeas es tal que estas han pugnado y siguen pugnando por que dicho principio implique incluso que el derecho europeo se pueda imponer sobre las constituciones estatales.
El efecto conjunto del principio de efecto directo y el principio de primacía es la homogeneización de la normativa en todos los estados miembros. Desde el punto de vista económico, esto permite la competencia en condiciones idénticas y favorece el dominio del gran capital, que va controlando paulatinamente más sectores y más economías estatales en la Unión Europea.
Resulta esencial destacar que tanto el principio de efecto directo como el principio de primacía no estaban expresamente recogidos en los tratados. El Tribunal fue el encargado de imponer su visión “integradora”, es decir, federalista, de la Unión Europea, laminando la soberanía estatal e imponiendo una política económica beneficiosa para el capital, liberal y liberalizadora. Un tribunal de composición política, con claros vínculos fascistas y ajeno a procesos democráticos de legitimación terminó por marcar el rumbo del proceso europeo de integración.
En definitiva, los orígenes de la actual Unión Europea están marcados por una tendencia irrefrenable a la federalización como medio para laminar la soberanía estatal, un control inicial marcado por los intereses de un poder judicial que no está sometido a ningún tipo de control democrático y que estuvo originalmente compuesto por las élites políticas (en ocasiones sin experiencia jurídica previa) herederas de regímenes fascistas o de extrema derecha, y un propósito netamente capitalista, centrado en igualar las condiciones de explotación en un vasto territorio en que el gran capital pudiese dominar incluso contra la voluntad de los estados democrático-burgueses.
Con estos mimbres, la Europa del capital estaba lista para extenderse territorial y competencialmente. Está por ver si la Conferencia sobre el Futuro de Europa se convierte en un paso más para el dominio capitalista de Europa y la limitación de la soberanía estatal o los pueblos de Europa consiguen frenar este proceso, como ya sucedió con la fallida Constitución Europea. Dentro del escenario de freno a los anhelos federalistas está también por ver si los partidos comunistas y de izquierda consiguen influenciar el discurso. Para ello resulta imprescindible no caer en las redes del relato de “una Europa más social y verde” y, a la vez, hacer frente a las concepciones nacionalistas y de extrema derecha que ya han empezado a luchar por dirigir la oposición contra la Unión Europea.
Jorge Crego