La Navidad es una época de reforzamiento de los roles de género en las familias. La familia tradicional ocupa el centro de la vida en estas fechas y todo el consumo se focaliza en las reuniones navideñas. No obstante, el eje vertebrador de las mismas es el trabajo invisible de planificación, gestión y puesta a punto de cada regalo, cada encuentro, cada cena… Somos las mujeres las que soportamos la carga mental de que todo fluya y que no le falte absolutamente de nada a los hombres y niños de la familia.
Una vez comienza la cena, las madres no descansan y se convierten en esclavas invisibles. No importa que tu madre se haya cogido días de vacaciones tras partirse el lomo trabajando en la esfera productiva de la sociedad, que comienza su jornada de hostelera sin descansos ni salario. Además, el rol de cuidadora es contagioso y hace florecer un sentimiento de culpabilidad en las hijas por ver a nuestras madres no parar quietas. Es el momento exacto en el que asumimos ese mismo rol las mujeres jóvenes de las familias, naturalizando la responsabilidad exclusiva de los cuidados.
Por si no fuera poco, el sexismo navideño no solo se manifiesta en el trabajo reproductivo. La objetivización de los cuerpos de las mujeres es normal y se acentúa en estas fechas y la permisividad de comentarios objetivizantes está también a la orden del día. Es curioso como asumimos que hay que pasar frío, que es imperativo pintarse etc. para ir deseables. Pero sin pasarse, en Navidad debemos ir arregladas pero no putas, enseñando lo justo y necesario. En estas fiestas, parece que el objetivo último es obtener la aprobación masculina en relación a nuestro aspecto (desde la normatividad), cuando vamos a algún evento, como si fuéramos un objeto más de decoración navideña o de atrezo.
¿Y qué rol juegan los hombres? Pues habitualmente se convierten en los protagonistas de las jornadas a través de la monopolización de las conversaciones y discursos. Es lo que tiene pasar tanto tiempo sentado. Los hombres se atribuyen una mística legitimación para hablar de temas polémicos y decir alto y claro la opinión política de turno. Nosotras, calladas estamos más guapas, y sonriendo, claro, porque pensamos constantemente en la «paz familiar», evitando a toda costa decir algo que pueda sentar mal. Nos preocupa tanto mantener esa paz que incluso llegamos a tolerar los comentarios sexistas más rancios respecto a nosotras o la falda de la presentadora de las campanadas.
Toleramos que se hable de «feminazis», entre otras cosas, porque hay que respetar la opinión de todo el mundo, faltaría más. Toleramos que se juzgue nuestra soltería «a cierta edad» y la promiscuidad por exceso o por defecto como si la mesa fuese una asamblea improvisada y nos tocase dar explicaciones de nuestra vida personal. Nuestros primos y hermanos, probablemente, no se someterán a este juicio familiar, o al menos, no con tanto hincapié. Y es que en algún momento tendremos que «completar» lo incompleto de nosotras con una pareja estable.
Cuando salimos de casa, nos enfrentamos a espacios festivos menos seguros. Las agresiones y abusos sexuales por parte de personas conocidas se manifiestan con más naturalidad que nunca. Y esto sucede por una inmunidad casi absoluta que otorga la justificación por el consumo de alcohol (u otras drogas). El día siguiente será otro día y se olvidarán de la borrachera, pero nosotras nos acordaremos de las violencias cotidianas que normalizamos y a las que nos exponemos por el mero hecho de ser mujeres.