Estos días oímos hablar constantemente del concepto «nueva normalidad». Es inevitable hacerlo, nuestro modo de vida, de producción y de transporte no estaba adaptado a una situación de pandemia como la que estamos viviendo. Sin embargo, la mayor parte de las veces que se emplea ese concepto no es para referirnos a la situación médica, sino que se emplea también para avanzar la necesidad de cambiar la forma en que nos protegemos del virus, en que vivimos nuestro día, en que trabajamos etc.
Pareciera que con el concepto nueva normalidad se nos quisiera edulcorar un futuro aún no comprensible, fuera de nuestros parámetros y de los paradigmas de la historia. Y, sin embargo, aunque todos sepamos que mientras no se alcance (mediante el trabajo de un montón de profesionales y la financiación de la investigación científica, no por una especie de divina aparición) una vacuna, no somos capaces de desentrañar los límites de esa nueva normalidad. Pero algo sí tenemos muy claro: para varias generaciones de este país esa nueva normalidad no suena a nada de nueva, pero sí bastante a normalidad. Nos hemos criado en una situación de crisis permanente, de inestabilidad laboral, vital y académica.
Pensar que existe una mano negra, una confabulación mundial detrás de la pandemia del COVID-19 es infantil, al menos en este lado del mundo (en otras latitudes es más bien una cuestión presidencial). Pero pensar que de esta pandemia no va a haber quién pretenda sacar tajada, es ingenuo. Lo han hecho los sinvergüenzas que vendían mascarillas y equipos de protección a la población y a la Sanidad pública a un precio cinco o diez veces por encima del habitual. Lo han hecho aquellos gobiernos autoritarios que han suspendido procesos electorales o de decisión sobre sus Constituciones (como Chile o Bolivia) y aquellos que han aprovechado la situación para reprimir a minorías o suspender libertades fundamentales.
Y es que, como bien escribía Gramsci «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos». En toda situación de crisis aparecen intereses antagónicos, y cada clase y cada país busca defender los suyos en un marco capitalista y globalizado donde existe un centro privilegiado y unas periferias empobrecidas. En esta situación de crisis se ve claro: hay quien aspira a aprovechar la situación para deslegitimar al movimiento feminista y la batalla contra el orden patriarcal; hay quien pretende que rescatemos sus empresas, asumamos colectivamente las pérdidas actuales y cuando comiencen a dar beneficios se les devuelvan intactas; quieren que hagamos como si no hubieran obtenido grandes beneficios en 2018 y 2019 y los hubieran trasladado directamente a los bolsillos de sus propietarios. Buscan que todos finjamos como si pagasen sus impuestos en el país y les preocuparan nuestros barrios y pueblos. Quieren también aprovechar para no pagar el salario a sus trabajadores, a recortar días de vacaciones, a que se hagan horas extra sin cobrarlas. Y en última instancia pretenden que esas situaciones se conviertan en la «nueva normalidad».
Ante esas aspiraciones ilegítimas, pero fundadas en los intereses de la clase de los propietarios, de los parásitos y de los individualistas, nosotras debemos oponer las enormes enseñanzas que esta situación nos ha dado.
Lo que ocurre en esta pandemia es que aflora la rabia cuando la ultraderecha busca su show mediático sacando a pasear sus palos de golf al tiempo que nuestras hermanas y nuestros amigos se dejan la piel limpiando un hospital, conduciendo el autobús o reponiendo de madrugada. Ocurre también que hemos visto como quien garantiza una comida en la mesa a quienes peor lo están pasando, no es Telepizza, sino nuestras vecinas. Que quién se preocupa y se ofrece a cuidar a nuestros menores y dependientes no es la Comunidad Autónoma ni nuestros jefes, son nuestras iguales. Que no ha ido Amancio Ortega con sus Ferrari a llevarle el pan y los medicamentos a nuestra abuela, que vive en un pueblo donde hace años cerraron el centro de salud, sino que lo han hecho las redes de solidaridad, de apoyo popular. Lo que ha ocurrido es que no han salvado vidas los propietarios, lo han hecho los y las trabajadoras, con su esfuerzo, con su trabajo y con sus conocimientos.
En definitiva, lo que hemos aprendido es que ellos buscan poner su beneficio en el centro de la sociedad, para que todo gire en torno a eso, mientras no aportan nada a nuestras vidas. Y que nosotras somos las que necesitamos que nuestra vida ocupe el centro de la sociedad, mientras aportamos nuestro trabajo y nuestra empatía, nuestra solidaridad colectiva. Y estamos dispuestas a mantener el ejercicio de disciplina social de estos días, a limitar nuestras opciones de ocio, a apañarnos para mantener el contacto con los nuestros, a pesar de pasar noches en vela pensando en que va a ocurrir con nosotras, con nuestros seres queridos, con nuestro trabajo y con nuestro alquiler.
Esa es la convicción que nos debe a edificar nosotras esa nueva normalidad. Y no a hacerlo y a pensarlo solas, sino a construirla colectivamente, con nuestras compañeras de curro y de clase, con nuestras vecinas, con nuestras familias y amigos. La convicción que nos lleva a decidir que no vamos a permitir que quieran mantener sus beneficios a costa de nuestra salud y nuestros salarios. A obligar a que se sitúe la vida y los cuidados en el centro de la sociedad, que no se nos obligue a apañarnos individualmente. A repensar nuestras ciudades y pueblos para no tener que hacer largos viajes diarios para trabajar o estudiar, a que se tengan en cuenta las actividades deportivas y de ocio y haya menos espacio para parquímetros y más para nosotras. En definitiva, a asegurarnos que esa nueva normalidad es la que nuestro esfuerzo se merece, una nueva normalidad solidaria, feminista y soberana. Y esa nueva normalidad necesita que acabemos con el tiránico control de la economía que en nuestro país tienen los grandes grupos empresariales, y que manejan de acuerdo a sus intereses como clase propietaria, sin atender a nuestras circunstancias vitales. En definitiva, nuestra nueva normalidad tiene la misma necesidad que antes teníamos: acabar con el capitalismo y el patriarcado.