Javier Pueyo
Adjunto a la Secretaría Confederal de Juventud y Nuevas Realidades del Trabajo de CCOO.
Hace ahora un año era posible intuir el avance de un nuevo consenso hijo del shock producido por la pandemia: se había hecho evidente la necesidad de disponer de asideros sociales fuertes; de un Estado capaz de proteger -en lo sanitario, en lo económico, en lo social, en lo laboral- a quienes carecen, a quienes carecemos, de más paraguas que los construidos por la comunidad; del reconocimiento de una clase trabajadora que había mostrado con toda claridad quién sostiene el país incluso en las circunstancias más duras; y de unos servicios públicos reforzados y no recortados ni privatizados.
Muerto el cuento del fin de la historia y sepultada la fantasía del fin del trabajo, con las cuestiones realmente esenciales sobre la mesa, no parecía que el neoliberalismo tuviera muchas soluciones que ofrecer ni siquiera en términos retóricos. Si la alternativa a un proyecto de reconstrucción social que se pudiera asemejar -parafraseando al cineasta Ken Loach- al espíritu de 1945 era la algarada callejera de Núñez de Balboa, había margen para avanzar con ambición en una clave igualitaria y de recuperación de lo colectivo.
Pero también es cierto que los momentos más propicios para impulsar iniciativas que deriven en transformaciones sustanciales de la realidad no son eternos. Se han producido progresos tanto en el ámbito europeo como en el nacional, al menos en relación a la respuesta frente a la anterior crisis, pero debemos preguntarnos si son suficientes.
A la vista de los planes de inversión pública, de favorecimiento del incremento de rentas y hasta de fortalecimiento del sindicalismo que está promoviendo en Estados Unidos un líder con una trayectoria como la de Joe Biden, ¿en qué quedan los humildes esfuerzos de la Unión Europea o el empeño de algunos en nuestro país -esperemos que infructuoso- en no tocar “por ahora” el salario mínimo ni la reforma laboral que asestó un golpe inaceptable a la negociación colectiva? Cuando es el mismísimo Fondo Monetario Internacional (FMI) el que propone la penalización de los pisos vacíos, ¿a qué tipo de debate asistimos aquí en torno a las políticas de vivienda? Cuando la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), cuya misión es “garantizar el cumplimiento efectivo del principio de sostenibilidad financiera por las Administraciones Públicas”, señala que las ayudas que España ha articulado para sostener el tejido productivo desde el inicio de la pandemia son de las más restrictivas de la UE, al tiempo que el actual primer ministro italiano y exvicepresidente de Goldman Sachs, Mario Draghi, reconoce que “es la hora de gastar” y no pensar en la deuda, ¿por qué algunos de nuestros dirigentes parecen no acabar de desintoxicarse de la obsesión por la austeridad que tanto empobreció a los pueblos del sur de Europa en la última década?
Estas preguntas son pertinentes sobre todo si coincidimos en que esa aspiración de poner los cimientos de un nuevo consenso social -de dar con éxito la batalla por la hegemonía cultural, si se prefiere- empieza a verse seriamente amenazada por un regreso del neoliberalismo más extremo, aún de resaca tras su arrolladora victoria en las recientes elecciones madrileñas: ley de la selva, desmontaje de los servicios públicos que queden en pie al grito de “¡viva Hayek!” y reivindicación de una ‘libertad’ reducida a lema de campaña y asimilada -como cantaba Ismael Serrano- a “ser libre para venderme y caer muerto donde mi libertad prefiera”.
¿Y qué hay de la juventud?
La temporalidad, el paro, los bajos salarios, las jornadas a tiempo parcial no deseadas, esa rotación eterna que conduce a una suerte de nomadismo laboral, el empleo sumergido, las horas no pagadas, el fraude vinculado a las prácticas no laborales o la extensión de la figura del falso autónomo forman parte de un paisaje de abusos y precariedad al que ninguna persona joven que trabaje o aspire a hacerlo es ajena. Y, en parte, lo que antes solía ser un peaje temporal que formaba parte de la transición de la formación al empleo para a continuación ser superado está deviniendo en una pesada losa con vocación de permanencia en las trayectorias vitales y laborales de la clase trabajadora.
Sin duda se están dando transformaciones en el mundo del trabajo que pueden agravar esta realidad y sobre la que el sindicalismo de clase ya vuelca gran parte de sus esfuerzos: tendencia por parte de las empresas a huir de la laboralidad para convertir en relaciones mercantiles las que hasta ayer eran asalariadas, como vía para desplazar riesgos inherentes a la actividad económica del capital al trabajo; procesos de digitalización que impactan en la organización del trabajo, en la contratación o en el despido sin contar aún con un marco de control democrático y sindical suficiente; fragmentación productiva; atomización empresarial; y la naturalización, tras años de pérdida de peso de la industria y del sector público, de un tejido empresarial con enormes carencias para ofrecer un trabajo en condiciones -¿sigue en el horizonte, por cierto, el objetivo del pleno empleo?- a la mayor parte de la población trabajadora, joven o no, entre otras muchas.
Pero, dicho esto, es importante comprender que la precariedad de hoy no es sólo fruto de la actual crisis, ni siquiera de la crisis de hace una década y de las políticas que entonces se impusieron. Tampoco estamos ante un desastre meteorológico imposible de evitar: nos hallamos ante un problema estructural que, aunque se haya visto agravado por los efectos de la pandemia y por algunas de las transformaciones ya mencionadas, viene de muy atrás. Son ya muchas las reformas desregularizadoras que, con el pretexto de acabar con la dualidad del mercado laboral o con el desempleo, no han alcanzado ni uno solo de sus objetivos declarados y han terminado por empeorar todo lo demás.
Podemos y debemos abordar, debatir y en su caso acordar iniciativas concretas como la Garantía Juvenil Plus, por señalar un solo ejemplo, pero un plan de esa naturaleza, si no se coordina con reformas de calado en distintos frentes, difícilmente alterará las bases estructurales que hacen posible el aumento de la desigualdad, la avería del ascensor social (tan vinculado al sistema educativo), la creciente precarización del trabajo -y con él de la protección social- y en última instancia que no sepamos qué va a ser mañana mismo de nuestras vidas.
Dos datos y dos preguntas: en cuanto al empleo, casi el 14% de quienes trabajaban en 2018 en España eran pobres, frente al 8% de la media de los países de la OCDE; en cuanto a la vivienda, el peso del alquiler social en nuestro país es de sólo el 1,1%, frente al 37,7% de Países Bajos o al 23,6% de Austria. Dadas así las cosas, ¿a qué proyectos de vida podemos aspirar? ¿Es posible que planifique algo a medio o largo plazo quien no sabe si mañana va a conservar su empleo o quien cuenta con un salario que no le permite acceder a una vivienda o, peor incluso, escapar de la pobreza?
Siempre existe la tentación de analizar los problemas de la juventud como si tuviesen una relación remota con los del resto de la población, pero lo cierto es que no asistimos sólo a un debate generacional, aunque sin duda haya en todo esto un componente generacional importante. Nos encontramos ante un debate profundamente ideológico sobre nuestro modelo de sociedad: sobre qué país tenemos y sobre qué país queremos. Hoy los afectados por este modelo económico, productivo y laboral pueden ser mayoritariamente jóvenes (más aún si además son mujeres o inmigrantes o carecen del capital social o económico que habitualmente otorga el código postal), pero es obvio que su realidad -en ausencia de políticas que lo impidan- va camino de extenderse a la totalidad de la clase trabajadora.
La salida de la presente crisis debe partir de un cambio de paradigma y de una recuperación del sentido de comunidad, del valor de la organización colectiva y del reconocimiento del trabajo.
Es necesario que nos hagamos conscientes de la fuerza que tenemos cuando asumimos que nuestros problemas, los de cada uno de nosotros, son en realidad problemas colectivos cuya solución pasa por unirnos y no dejar una batalla por dar. Porque si no nos salvamos todos, como se está repitiendo hasta la saciedad en esta pandemia, no se salva nadie. Y para eso no puede quedar centro de trabajo ni comarca sin presencia del sindicato; el enraizamiento de la organización allá donde esté la clase, sea cual sea su situación concreta en el mundo del trabajo, es indispensable. De nuestra fuerza y de nuestra lucha depende, en gran medida, nuestro futuro.
Pero también los poderes democráticos -más incluso si se reivindican del lado de la mayoría- deben hacer su parte: han de ser capaces, con coraje y determinación, de ofrecer certezas y seguridad a la gente trabajadora y en particular a la juventud; de contribuir a la construcción de un orden social que garantice igualdad, expectativas de futuro y unas condiciones materiales de vida que, sencillamente, permitan a cada cual desarrollarse en libertad. La alternativa ya la conocemos.