Hace unas semanas apareció una noticia en eldiario.es con este titular “Trabajadoras de Inditex piden a la clientela que no use las cajas de autocobro”. El argumento es el siguiente: estas cajas destruyen empleo al tiempo que trasladan la carga de trabajo a los propios clientes. El conflicto no es nuevo. El sindicato gallego CIG ha emprendido esta batalla contra la automatización en Inditex hace unos meses, en julio de 2018 (junto con una lucha para lograr mayores contratos indefinidos y señalar los incumplimientos legales de la empresa).
La noticia es relevante más allá del asunto concreto. El desarrollo informático y robótico hace años que desplaza puestos de trabajo, y este proceso se intensifica de manera creciente. Es sencillo saber analizar cómo posicionarse respecto a las malas condiciones laborales y los abusos empresariales, pero ¿cómo diagnosticar el desarrollo tecnológico y sus implicaciones en el empleo? ¿Debe la clase trabajadora rechazar la automatización? ¿Puede siquiera?
Vamos a centrarnos en esto, no sin antes despejar un asunto que puede enturbiar el análisis. Señalan bien las trabajadoras de Inditex que las cajas de autocobro no sustituyen totalmente el trabajo que cumplían las empleadas que desplazan. Parte de ese trabajo pasa al cliente. En nuestra experiencia cotidiana de autocobro en gasolineras, peajes u otros establecimientos, vemos que destinamos tiempo a un fragmento de tarea que antes hacía un empleado, a menudo de manera más rápida. Este es uno de los métodos del capital para reducir costes: traspasar trabajo al cliente. El mecanismo tiene diferentes manifestaciones: desde grandes almacenes que se ahorran la distribución a costa de que el cliente acuda a surtirse, hasta el autoservicio en diversos comercios. Pero como vemos por estos ejemplos, el fenómeno no es exclusivo de ciertas automatizaciones, digamos, imperfectas. Al mismo tiempo, la automatización va mucho más allá del traspaso de trabajo al cliente. Por tanto, podemos analíticamente prescindir de él.
Hablemos solo de empleadas y automatización, es decir, de la sustitución de trabajo vivo —activo— por trabajo muerto —acumulado en una máquina—. Para entender esta cuestión hay que llegar a su raíz. Seríamos a nivel histórico bastante ingenuas si quisiéramos ver en la automatización un proceso especialmente novedoso, de unas pocas décadas. El ser humano lleva sistemática y vertiginosamente desplazando trabajo humano por maquinaria desde… ¡la revolución industrial, hace más de 200 años! Marx dedica a esto el largo capítulo XIII de El capital, titulado Maquinaria y gran industria. En él relata el enorme incremento de la capacidad productiva durante los siglos XVIII y XIX, y el modo en el que el avance tecnológico iba logrando que una sola persona pudiera, por ejemplo, producir más y más cantidad de hilado. Llegado el caso, un niño de 12 años al manejo de una máquina podía dejar en ridículo al más hábil artesano.
Lo central aquí es el papel que juega la maquinaria en nuestro modelo socioeconómico, el capitalismo, que tiene dinámicas propias. La maquinaria en la economía capitalista tiene unas consecuencias específicas. Algunas de ellas pueden ilustrarse de forma muy visual. Las familias de nuestro entorno se administran a su interior, en su hogar, de forma no capitalista. Nadie recibe salario por sus tareas, sino que se organizan los ingresos familiares y el trabajo doméstico (en amplísima mayoría de manera muy desigual, en función del género, siguiendo el régimen patriarcal). Cuando un electrodoméstico puede aligerar trabajo al interior del hogar, si la familia puede permitírselo, lo adquiere. Un caso ya absolutamente instaurado es el microondas. Ahora se abren camino las aspiradoras automáticas. En ambas situaciones la familia destina ingresos a liberarse de una tarea (o aligerarla) y así disponer de tiempo para otras cuestiones.
¿Qué ocurre, sin embargo, con la introducción de la maquinaria en la economía capitalista? Con la organización del trabajo asalariado, como vemos, cada nueva máquina choca con la existencia de una parte concreta de la clase trabajadora; se presenta como su enemiga. Pero no es una enemiga en sí misma, en cuanto máquina, sino por la relación social en la que se inserta. Por ejemplo, una aspiradora automática sería una aliada en el hogar de, pongamos, una empleada de la limpieza de una subcontrata. Sin embargo, esa misma aspiradora empleada industrialmente implicaría para ella un drama vital: su despido, el fin de su fuente de ingresos.
cada nueva máquina choca con la existencia de una parte concreta de la clase trabajadora; se presenta como su enemiga. Pero no es una enemiga en sí misma, en cuanto máquina, sino por la relación social en la que se inserta.
¿Por qué la aspiradora automática de su casa es liberadora y la misma máquina en el trabajo es anuladora? Porque esa trabajadora no posee medios de producción, de modo que necesita un empleo para vivir, del cual no es dueña ni gestora. La aspiradora entraría a su hogar —en sus dominios— para facilitarle la vida, pero ¿para qué entraría en su empresa de limpieza? Para reducir el personal, los costes de producción, aumentar la competitividad y, a la postre, obtener mayores tasas de beneficio. En este punto la trabajadora se da cuenta de que es un accesorio productivo, al mismo nivel que la máquina (y, llegado el caso, a menor). Su reacción primera es la de combatir a la máquina. Pero el problema no reside en ella; reside en la relación social. Reside en que la trabajadora es un accesorio de una estructura que le sustrae trabajo sin pagárselo. En una empresa, una mayoría trabaja a cambio de que un empresario le pague un sueldo. Ese sueldo es el retorno en dinero del trabajo que han adelantado las trabajadoras durante un mes. Pero el valor del sueldo está siempre por debajo del valor que han generado las trabajadoras. La diferencia constituye la ganancia, y con parte de ella, llegado el caso, el empresario compra maquinaria para prescindir de mano de obra. En esta relación social, la caja de autocobro se erige como antagonista de las trabajadoras, pues este avance tecnológico no facilita sus vidas; todo lo contrario. Pero el problema no es la máquina, sino la relación social.
El desarrollo tecnológico en la producción capitalista tiene como único fin aumentar los beneficios. Sin embargo, es un hecho que frenar sindicalmente la automatización es como hacer castillos de arena frente a la marea. El capitalismo tiene una capacidad soberbia para propiciar avances técnicos. Este caso de Inditex no es un embate puntual, sino la constante en el desarrollo capitalista. Es una dinámica histórica continua este desplazamiento de trabajadoras por máquinas (que destruye trabajos concretos, pero permite que surjan nuevos empleos en esferas diferentes[1] —como la tan desarrollada industria del entretenimiento— aunque siempre arrasando con las circunstancias de las trabajadoras; atrayéndolas y repeliéndolas a su antojo).
El progreso tecnológico puede ser la base material de un mundo más cómodo y más sostenible. Pero la clase trabajadora condensa un mayor horizonte de futuro. Objetivamente le interesa también el progreso social, es decir, construir nuevas formas de organización socioeconómica a la altura de los progresos materiales alcanzados. Necesita dejar atrás este modelo en el que los mismos que emplean el trabajo humano para enriquecerse pueden prescindir de él a su antojo, en función de sus intereses particulares. La clase trabajadora necesita una sociedad que decida democráticamente sobre cómo introducir las tecnologías, en qué sectores, a qué ritmos, y con qué medidas compensativas. Necesita que los medios para producir riqueza sean propiedad de quienes generan esa riqueza, las trabajadoras, para que ellas los gestionen de forma común, solidaria y también ecológica.
Hay que decirlo con claridad: frenar la automatización es, o una utopía pseudo-ludista, o una contención táctica. Es necesario contener el embate y, llegado el caso, exigir compensaciones hasta lograr que las trabajadoras sustituidas disfruten de los beneficios de una maquinaria que, recordémoslo, se ha comprado con la acumulación de su trabajo. Aquí los sindicatos cumplen un papel absolutamente determinante. Pero la única acción que resuelve estructural y definitivamente la cuestión es aquella que logra superar la relación social de la cual emerge el problema una y otra vez. Necesitamos que la industria funcione, no para beneficio privado, sino general, de modo que la maquinaria cumpla el mismo impacto que cuando se introduce en los hogares. Necesitamos, para ello, que las industrias sean públicas (también las que fabrican y venden ropa). Más vale tenerlo claro por si un día nos cansamos de contener golpes y, en su lugar, decidimos hacer saltar por los aires el mecanismo que los lanza sin descanso.
[1] http://eduardogarzon.net/los-paises-que-mas-robots-tienen-disfrutan-de-menos-paro/